Cada año se celebra en Marruecos el Maratón de Sables, una carrera de factores extremos que pretende llevar al límite a los participantes. El recorrido de las seis etapas se compone de 250 kilómetros bajo un sol abrasador y las enormes dunas del Sahara. Antes de comenzar la carrera, los atletas están obligados a firmar un documento donde se especifique en lugar en el que quieren ser enterrados en caso de muerte. Los riesgos son tan reales que fallecer se contempla como una posibilidad más.
Cuando en 1994 Mauro Prosperi participó en la Maratón ya conocía todos estos datos: se enfrentó a la carrera como el reto de su vida. A diferencia de otros participantes que se conformaban con acabar el recorrido, él iba allí dispuesto a ganar. “Mi esposa Cinzia pensó que estaba loco”, retaba años después para la BBC. Si ella nunca estuvo de acuerdo con que Prosperi participara en Sables es porque dejaba a su cargo a los tres hijos que compartían. Le parecía injusto, además de irresponsable. Y tenía razones para pensar así.
En aquellos momentos, Prosperi trabajaba de policía a caballo en Sicilia. También se definía como un atleta que soñaba con ir a los juegos olímpicos: su especialidad era el pentatlón moderno, un deporte que combina esgrima, salto ecuestre, natación, tiro con pistola y carrera a pie campo a través. Sin embargo, debido a diversos motivos políticos y personales, nunca pudo hacerlo.
Pero nada iba a detenerle en conseguir su otro objetivo como deportista. Meses antes de la carrera, Prosperi se preparó a conciencia para la maratón: corría 40 kilómetros diarios y apenas bebía agua para acostumbrarse a la deshidratación que iba a vivir en el Sahara.
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Actualmente, en la Sables se inscriben alrededor de 1.300 atletas. En la edición de 1994 participaron solo 134 atletas. “Ahora no podrían perderse aunque lo intentaran, pero yo estuve solo la mayoría del tiempo”, explica el corredor en su testimonio.
“Cuando llegué a Marruecos, descubrí algo maravilloso: el desierto. Me sentí embrujado”. Durante los tres primeros días, ese escenario pareció confiarle suerte: llegó siempre entre los primeros corredores al final de cada etapa. Una bandera italiana ondeaba cada noche a su llegada. “El cuarto día, durante la etapa más larga y difícil de la carrera, las cosas se complicaron. Cuando partimos esa mañana ya había un poco de viento. Tras pasar cuatro puestos de control, entré a una zona de dunas de arena. Estaba solo. Los corredores que marcan el ritmo ya se habían adelantado”, relata Properi sobre cómo comenzó una pesadilla que se alargaría nueve días.
A mediodía la temperatura superaba ya los 45ºC. Fue entonces cuando se desató una tormenta de arena que le dejó sin visibilidad varias horas seguidas. “Estaba ciego, no podía respirar. Sentía latigazos de arena en el rostro, era como una tormenta de agujas”.
Al amainar, estaba tan agotado de luchar contra un viento que azotaba cada parte de su cuerpo, que decidió descansar sin haber completado la etapa. Cuando despertó, no tenía ni idea de dónde estaba. Aunque mantenía la esperanza de que pronto encontraría a algún compañero, pasaban las horas y solo visualizaba dunas a su alrededor. En ese momento, solo le quedaba media botella de agua. Pronto se le acabó y mientras sus esperanzas iban reduciéndose, desesperado, empezó a orinar dentro para tener reservas.
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Los dos días siguientes su alimentación se basó en tres huevos que recogió en una especie de ermita vacía –un morabito– y de una colonia de murciélagos. Les cortó la cabeza y con el cuchillo removió su interior para beber su sangre.
Durante el tiempo que vagó por el desierto, dos avionetas sobrevolaron la zona pero no consiguió que ninguna pudiera verle. El HELP gigante que pintó en la arena pasó desapercibido. Aquello fue determinante para su intento de suicidio: “Me deprimí. Estaba convencido de que iba a morir y de que sería una muerte larga y agonizante, así que quería acelerarlo”. Escribió unas palabras a su esposa con un trozo de carbón y se cortó las venas. Sin embargo, para su sorpresa, al día siguiente estaba vivo: su sangre era ya demasiado espesa por la falta de agua y se negaba a abandonar su cuerpo. “Lo tomé como una señal. Recuperé la confianza y me decidí a ver lo que ocurría. Tomé la determinación y me concentré otra vez. Pensaba en mis hijos”.
Entre tanto, fue comiendo también ratones y serpientes. “Si se aprende a mirar, hay mucha comida a nuestro alrededor. Mientras caminaba por el desierto reconocí lechos secos donde crecen los cactus y las suculentas, así que apreté para obtener su jugo y lo bebí”, relataba el atleta.
El final de la agonía llegó gracias a su encuentro con una pequeña pastora. Una niña que, asustada por su estado demacrado, le llevó al campamento donde vivía. Allí solo había otras mujeres, que le ofrecieron el poco alimento del que disponían y algo de leche. Eran tuareg. Después lo cargaron en un camello y lo llevaron hasta la policía.
Pero aún le quedaba por vivir un último episodio terrorífico: los hombres armados que se hicieron cargo de él pensaron que podía ser peligroso. Le acusaron de ser un espía. Con sus últimas fuerzas –había perdido el 20% de su masa corporal–, Prosperi consiguió explicarles quién era y finalmente le trasladaron al hospital. Tanto su esposa como su hermanos y los amigos que se habían trasladado allí le daban por muerto. De hecho, habían dejado de buscarle hace cinco días: era imposible que un ser humano aguantase tanto tiempo sin hidratarse.
Quizá lo más sorprendente de esta historia es que el atleta volvió a enfrentarse a la misma aventura que casi le cuesta la vida: Mauro Prosperi ha participado ocho veces en la maratón de Sables. “La gente me pregunta por qué volví. Yo digo que cuando empiezo algo quiero terminarlo. La otra razón es que ya no puedo vivir sin el desierto. La fiebre del desierto sí existe, y es una enfermedad que definitivamente he contraído”, concluye.
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