Todos hemos tenido en nuestras vidas a alguien que nos ha dejado nocaut. Te llevan al séptimo cielo con sus mieles y sus cantos de sirena para luego dejarte caer de bruces. Y la hostia es antológica. Y el corazón se deshace. Porque si amar con locura ya duele, ver cómo ese amor se apaga duele cuatrocientas veces más.
Las malas rupturas nos dejan vacíos, desolados, confusos. El cuerpo tiene que volver a adaptarse a estados que ya no entiende. Sentimos como si nos hubieran arrancado una parte de nosotros mismos, y lo cierto es que algo de eso hay.
Estudios científicos han mostrado que las parejas implicadas en relaciones a largo plazo desarrollan memorias interconectadas, convirtiéndose cada individuo en parte de un sistema del que dependen ambas personas.
Cuando la relación se acaba, esa desconexión se vive de una manera traumática. Es como si nos hubieran amputado una extremidad. Y el cuerpo reacciona ante ese vacío —esa dependencia aprendida— de una manera similar al síndrome de abstinencia de quien está enganchado a cualquier sustancia.
Definitivamente, no es sólo cosa de poetas: desde un punto de vista neurobiológico, el amor se parece a las drogas.
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Cuando alguien que nos importa nos da la patada, el cuerpo se nos vuelve majara. Quien más, quien menos, todos hemos experimentado ese desbarajuste emocional. Da igual si la relación ha durado seis meses o tres años: las rupturas traumáticas hacen que nuestro cerebro se obsesione de una forma insana con los primeros estadios del amor. Y no hablamos de pensamientos nostálgicos, sino de pura química.
El disgusto de la ruptura amorosa activa procesos neuronales concretos en nuestro cerebro. Todo lo que nos recuerda a la persona amada sigue desencadenando actividad en el denominado ‘circuito de recompensa cerebral’, que desempeña un papel fundamental en la motivación, el deseo, el placer y la valoración afectiva.
Visto de la perspectiva de la química cerebral, el proceso de ruptura es como volver a enamorarse, pero al revés. Las reacciones a nivel neuronal provocadas por la pasión romántica son similares en ambos casos.
El proceso de ruptura es como volver a enamorarse, pero al revés. Las reacciones a nivel neuronal provocadas por la pasión romántica son similares en ambos casos.
Pero existe otra similitud a tener en cuenta: las partes del cerebro que se activan en esas situaciones de duelo por la ruptura amorosa, son también las partes que responden al consumo de sustancias como el alcohol, la cocaína o la nicotina.
En todos esos casos, el patrón es el mismo: la activación de las neuronas localizadas en ese ‘circuito de recompensa’ provoca la liberación de dopamina, y esos flujos de dopamina activan circuitos en el cerebro que nos dejan con ansias de más. De ahí surge esa sensación de deseo apremiante que, llevada al extremo, puede provocarnos el «mono amoroso»; un verdadero síndrome de abstinencia.
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Diversos estudios han comprobado que a medida que una relación romántica se va desarrollando, esa ‘ansia de más’ que nos provoca la idea de la persona amada se va mitigando. Tras la ruptura, sin embargo, ese anhelo vuelve a inundarlo todo.
Los sistemas de recompensa del cerebro aún esperan recibir su chute amoroso, pero no obtienen la respuesta adecuada (la relación ya es historia, la dosis del otro no llega). Su reacción, como sucede con las sustancias estupefacientes, es «subir el volumen» de esa llamada.
Ese sistema de recompensa cerebral demandando su dosis a gritos es el que nos lleva, en última instancia, a comportarnos de forma impulsiva, miserable o estúpida después de una ruptura.
En otras palabras: cuando le escribes mensajes patéticos a tu exnovia, o cuando buscas sexo loco y con cualquiera después de haberlo dejado con ella, en realidad sólo estás respondiendo a los desbarajustes químicos de tu cerebro.
Cualquiera que haya pasado por una ruptura traumática sabe que eso de «los dolores del corazón» es más que un recurso lírico. La ciencia lo corrobora.
Estudios enfocados a estudiar la actividad cerebral de personas hundidas tras una ruptura muestran que, más allá de los sistemas de recompensa, los estados de abatimiento romántico también generan actividad en regiones cerebrales que controlan la angustia y el dolor físico.
Más exactamente, los resultados de esos trabajos muestran actividad en los sistemas que controlan la manera en la que el cuerpo reacciona ante el dolor. En respuesta a esos estímulos, esos sistemas pueden desencadenar reacciones como, por ejemplo, liberar hormonas del estrés que pueden afectar a la actividad normal del sistema digestivo o el corazón.
En casos extremos, esa respuesta ante situaciones de estrés emocional severo puede llegar a causar disfunciones serias como la miocardiopatía de takotsubo, un debilitamiento temporal del miocardio que puede llegar a causar la muerte y que también se conoce, no por casualidad, como el síndrome del corazón roto.
Los estados de abatimiento romántico también generan actividad en regiones cerebrales que controlan la respuesta ante el dolor físico
En resumen, el amor, cuando se acaba, duele. Duele en la tripa, en el pecho, en los dientes, en las sienes. El sufrimiento físico es real, y puede alargarse durante meses. ¿Las buenas noticias? El dolor es una parte natural de ese proceso de curación, un síntoma de que te estás «desintoxicando».
Además, esos mismos escáneres cerebrales que muestran a la persona de corazón roto lidiando con el dolor y el síndrome de abstinencia tras la ruptura amorosa, muestran también actividad en zonas del córtex prefrontal, la región cerebral involucrada en la expresión de la personalidad, en los procesos de toma de decisiones y la planificación de comportamientos cognitivamente complejos.
Dicho de otro modo: mientras tú te revuelcas en tus miserias y te suenas los mocos de la llorera romántica por enésima vez, la química de tu cerebro ya está trabajando para reconducir tu comportamiento, equilibrar tus emociones y ponerte de nuevo en movimiento.
Todo dolor acaba pasando. Es cuestión de tiempo.
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