Convivimos en una realidad innegable que todavía no cuenta con el respaldo necesario para ser atendida: las mujeres siempre hemos abortado, y lo seguiremos haciendo; ya sea de forma legal o clandestina.
El problema es que millones se ven orilladas a hacerlo de la segunda manera, debido a que no cuentan con el respaldo político, jurídico ni los medios seguros.
Alrededor de 25 millones de abortos ilegales ocurren anualmente en el mundo, lo que se traduce en casi la mitad de todos los abortos, según la Organización Mundial de la Salud. África, Asia o América Latina son las zonas más afectadas.
Las leyes y penas restrictivas fuerzan a las mujeres a poner en riesgo sus vidas y a embarcarse en peligrosas aventuras clandestinas que derivan, en el mejor de los casos, en un parto no deseado. En el peor, se estima que al menos 22 mil mujeres mueren cada año debido a complicaciones en una interrupción irregular del embarazo.
Pero nada más lejos de la realidad, lo cierto es que ninguna ley puede acabar con el aborto. El veto no elimina la posibilidad de hacerlo, más bien al contrario: lejos de proteger o estar al servicio de la salud pública, aumenta el hecho de que se haga de forma ilegal e insegura.
Con el poder de decisión en manos de los Estados, sólo se alimenta la lógica perversa de que es posible legislar sobre el cuerpo femenino.
Los episodios más recientes sobre la legalización del aborto no son mucho más alentadores y protagonizan un viaje pendular entre el avance y el retroceso.
Mientras que el estado más conservador de Australia acaba de legitimar el aborto, Ecuador ha rechazado la despenalización en caso de violación, a pesar de que unas 16 mil niñas menores de 14 años dieron a luz entre 2008 y 2018 por embarazos provocados por abusos sexuales.
En Marruecos —donde abortar está penado con hasta dos años de cárcel y es algo tabú— se alzaron protestas por la detención de una periodista acusada de interrumpir su embarazo. Pero en Irlanda o Estados Unidos, grupos anti-aborto quieren impedir el acceso a clínicas especializadas.
Latinoamérica, en su caso, se enfrenta a una legalización del aborto casi nula. Sólo 5 países lo permiten de forma electiva, además del estado Oaxaca y Ciudad de México. El resto, restringen y castigan la práctica, con excepciones de violación o peligro para la salud de la madre.
Uno de los actores que insiste más en cambiar esta realidad es Argentina. Allí se inició la “marea verde” que hoy impera a nivel global como símbolo de demanda y esperanza por un aborto seguro y legal.
Su infatigable lucha para que el aborto seguro y gratuito sea ley —casi se consigue el año pasado— todavía no ve la luz, pero las elecciones del próximo 27 de octubre podrían cambiar la situación.
El pasado domingo, los candidatos a la presidencia mostraron sus posturas en un debate pre-comicios —¿debería ser debatible un derecho humano?
El candidato favorito según los sondeos, Alberto Fernández, podría cambiar la balanza a favor de la legalización del aborto. Expresó su aprobación y pidió “terminar con la hipocresía”, porque castigar esta práctica provoca la clandestinidad y veta el acceso a las mujeres a una salud digna.
Por su lado, el actual presidente, Mauricio Macri, optó por desviar la atención hacia otros temas, aunque afirmó estar “a favor de la vida”.
La postura más radical contra el aborto legal la encarnó Juan José Gómez Centurión, quien a modo de Jair Bolsonaro sentenció: “vamos a vetar cualquier ley del aborto […], la vida del niño por nacer no se plebiscita, ni se debate”.
¿Acaso las mujeres claman estar en contra de la vida? ¿Se salva una vida sólo por dejarla nacer? ¿Es provida o es antiderecho aquél que no permite a una mujer decidir sobre su cuerpo y su futuro?
Parece que el ex militar ya no recuerda la consternación de los argentinos ante el caso de la niña de 11 años que fue obligada a dar a luz, sin importar que el embarazo hubiera sido fruto de un abuso sexual.
En Argentina, como en muchos otros países del mundo, la maternidad se ha estigmatizado y a menudo se trata como mandato social y no como elección personal. ¿Es que acaso todas las mujeres se quedan embarazadas por gusto? ¿Acaso las que deciden abortar lo hacen por mero capricho?
La idea de aborto legal es una demanda histórica que remueve los cimientos del heteropatriarcado, y pone en jaque a una sociedad principalmente patriarcal. Controlar el cuerpo femenino y los derechos sexuales y reproductivos significa continuar con el orden preestablecido y seguir alimentando al que ha sido el género más representado, el masculino: el individuo, el médico, la reunión de padres.
Es necesario resignificar la maternidad de forma global como un deseo y elección, como un derecho humano y no como una imposición. Esto permitirá no sólo proteger los derechos de las mujeres, sino ampliarlos.
Los diálogos analgésicos cortoplacistas ya no son suficientes; se requieren hechos reales impulsados desde la política. Ya estamos cansadas de la sordera voluntaria, la que oye pero no escucha.
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