Cuando a finales del 2020 le preguntaron a un líder de opinión del sector digital cuáles creía que iban a ser las tendencias más importantes del futuro del negocio, él respondió que una: la salida a bolsa triunfal de una influencer. Especulaba que una instagrammer, pongamos por caso Kylie Jenner (con más de 239 millones de seguidores en la plataforma), conseguiría debutar en el parqué bursátil con su empresa de cosmética. “No sería demasiado descabellado pensar que, tarde o temprano, el propio nombre de la infuencer —registrado como marca y hecho empresa— pudiera ser un bien financiero más con el que los traders del mañana podrán especular, como lo son hoy las acciones de Microsoft o de Endesa”. “Pronto”, pensé al leer esta declaración, “podremos ser propietarios de un pedazo del alma de la persona que más deseemos”.
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En este mundo de empleo precario, trabajos basura y contratos temporales, estamos abocados a autoexplotarnos como Kylie Jenner. No basta con trabajar ingentes cantidades de horas en nuestros múltiples empleos sino que, además, hemos de trabajar día sí, día también, en la creación de “nuestra propia marca”. Redes sociales como Instagram y TikTok son un «Battle Royale» por la relevancia y la atención de los demás. Si no estás en ellas, no eres nadie. Y si no compites a muerte por tener más likes que los demás, no conseguirás nada en el mercado laboral de las marcas personales. En esta guerra competimos todos contra todos (incluso por la cantidad de followers que la madre de uno pueda estar consiguiendo en su canal de cocina casera en Youtube).
A principios de los dos mil internet prometió la democratización de la sociedad. Muchos de nosotros, inocentemente, creímos que la desigualdad económica —con la que habíamos crecido en el mundo analógico— acabaría por igualarse con el tiempo para bien de aquellos que pudiesen migrar su empleo o su negocio al mundo virtual. Pero estábamos profundamente equivocados. La economía de internet es una economía que, lejos de ser capitalista, ha terminado por ser neofeudalista. Cinco grandes empresas tecnológicas tienen un valor bursátil de 7 trillones de dólares, más de la mitad del PIB de China. Los demás, vivimos creyendo que esa utopía de unos y ceros, algún día, soplará a nuestro favor y nos hará estrellas en el nuevo firmamento. Mientras tanto, seguimos “trabajando» para nuestros señores feudales a cambio de un poco de pan.
Los habitantes del sur de California viven continuamente bajo el miedo del Big One, un terremoto que se estima superará el nivel 8 de la escala Richter. Cada 150 años la placas tectónicas del subsuelo californiano se mueven significativamente provocando un seísmo de proporciones descomunales. Ya han pasado 200 años desde el último. Si hacemos los cálculos, no es muy difícil de dilucidar que el terror está asegurado. El trabajador autoexplotado vive bajo esa misma contingencia. Un estado de profunda inquietud ante un futuro que ya no controla ni es capaz de imaginar, como le ocurrió a Sísifo. En el mito de Sísifo, el hijo de Eolo y Enaereta, fue castigado a empujar cuesta arriba por una montaña una piedra que, antes de llegar a la cima, volvía a rodar hacia abajo, repitiéndose una y otra vez el frustrante y absurdo proceso. Hoy todos somos Sísifo. Aquellos que, lejos de ser conscientes de que están condenados de antemano, siguen autoexplotándose hasta su inevitable desenlace: el Burnout, el Big One.
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Por todo esto, quise charlar con Remedios Zafra. Remedios es una de las cronistas más lúcidas y elocuentes sobre este estado de fragilidad que experimentamos en la actualidad. Ella es la autora de obras tan significativas como El Entusiasmo y Frágiles, uno de los lanzamientos de no ficción de la temporada. Quise hablar con ella para profundizar en las causas de este estado de precariedad. Pero, sobretodo, quise saber cuáles son las opciones —si las hay— para aspirar a vivir una vida digna y buena.
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