Tras la muerte de Steve Jobs, un monje Zen con el que el joven Steve había meditado durante la década de los 70, recordaba entre chascarrillos una anécdota que define a la perfección la filosofía de Silicon Valley. En aquella época, el que más tarde acabaría convertido en icono para más de una generación de diseñadores industriales, estudiantes de MBA, emprendedores y hipsters con alto poder adquisitivo, andaba experimentando con el LSD y con la espiritualidad orientalista. Un día, sin atisbo de la humildad que debiera caracterizar a un discípulo de la rama Mahayana del budismo, Jobs le dijo a su maestro que había alcanzado el satori, la iluminación. Lo que le había supuesto al Buda Gautama muchos años de ascetismo y sufrimiento, a aquel joven apenas le había costado lo que cuesta un Menú Big Mac comprado en el Macauto: 65 céntimos, el precio de la gasolina para subir al templo de Los Altos. El maestro, atónito ante semejante desfachatez, le contestó que se lo demostrara. Al día siguiente, Steve, volvió al templo y se lo demostró. En el tatami dejó la reluciente placa base del primer ordenador Apple.
Que el ‘progresismo’ y el ‘buenrollismo’ de la industria tecnológica son una cortina de humo para vender móviles o para explotarnos cognitivamente con la publicidad de las redes sociales, eso ya lo sabíamos. El escándalo de Cambridge Analytica en el 2018 fue el fin de fiesta. Durante aquel año se pinchó la burbuja psicológica que retrataba el valle californiano como el motor transformador que iba a construir un mundo más transparente e igualitario para todos. Desde entonces, se han producido incontables artículos, documentales y películas denunciando la comedia del emprendedor tecnológico: creer inocentemente que se salva el mundo, cuando en el fondo, se está colonizando a través de algoritmos. Pero pocos conocen los oscuros orígenes de Silicon Valley.
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El sueño colectivo del Valley como meca de la tecnología disruptiva, y como centro neurálgico de una nueva forma de imperialismo, nace en la mitad sur de la bahía de San Francisco, alrededor del Valle de Santa Clara. Una geografía que ya vio pasar a los primeros buscadores del oro, aquellos hombres que ejemplificaron mejor que nadie el modelo económico extractivista que tanto crecimiento iba a traer, a la par que tanta destrucción medioambiental. El nombre del puente Golden Gate, no en balde, significa lo evidente: la puerta al codiciado metal de la región. Un metal alquímico que, un siglo y medio después, iba a encontrar su equivalente moderno en algo aún más mágico si cabe: nuestros datos personales.
En aquella cuenca hidrográfica también se desarrollaron los experimentos militares que se convirtieron en las tecnologías que hoy conocemos como Internet, el GPS, los sistemas de reconocimiento de voz o las extremidades protésicas impulsadas por inteligencia artificial. Aunque creamos lo contrario, Internet no nace bajo el lema de “Don’t be evil” de Google, sino como un arma para la guerra. Cuando le preguntaron hace poco a Raymond Kurzweill, el director de Ingeniería del buscador, si existía dios, él contestó “Aún no”. A la dupla del tecnocapitalismo y la tecnoguerra entonces habría que sumarle una tercera joya a la corona: en estos precisos instantes está naciendo un movimiento religioso donde la figura del CEO es el equivalente al sacerdote tradicional. Un demiurgo cuya misión es la de ser el portador de la futura inmortalidad de los humanos, además de ser el arquitecto de la construcción de una máquina capaz de procesar todos los datos del universo. Un destello de lo divino, o no, que nació en aquella placa dejada por Steve Jobs frente a los pies del sacerdocio del templo Zen de Silicon Valley.
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De todo esto, y muchos otros temas, quise hablar con José María Lassalle. Lassalle es uno de los intelectuales más lúcidos y elocuentes a la hora de analizar los retos tecnológicos y sus ramificaciones con el criptofascismo y las mutaciones filosóficas que están naciendo de este nuevo paradigma. Escritor, pensador y profesor universitario, fue secretario de Estado de Cultura y de Agenda Digital del gobierno de España. Con él charlamos de la génesis californiana de algunos de los principales problemas de nuestro tiempo.
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