Eran las primeras horas de la noche de un viernes cualquiera, en la ciudad de Isla Vista, Santa Barbara. Nerviosos, los estudiantes de la Universidad de California salieron de sus fraternidades arreglados y perfumados para las fiestas del Embarcadero del Norte, una zona concurrida de bares, clubes y restaurantes de la bahía. Tonight is going to be a good night, la canción de Black Eyed Peas, pudo haber sonado en alguna emisora de radio de camino al Embarcadero. Seguro que alguno de aquellos estudiantes, al escucharla en el coche, pensó que aquella iba a ser su gran noche. No podían imaginar lo que estaba a punto de suceder.
En un apartamento de Saville Road, en el interior de la bahía, Elliot Rodger no tenía ningún plan de viernes. Su WhatsApp estaba vacío. Su cabeza también. Aquella noche Elliot salió al pasillo de su edificio cargado con un cuchillo y varias armas de fuego. Asesinó a tres personas de camino al ascensor. Después condujo hasta la fraternidad Alpha Phi, picó a la puerta, y asesinó a tres mujeres jóvenes. Minutos más tarde, volvió a coger el coche, atropelló a varias personas y disparó a matar a otras tantas. La masacre duró un par de horas. Dejó seis muertos, catorce heridos y un suicidio. Elliot tenía apenas 22 años cuando, a las 21:35 h, remató la fiesta disparándose en la cabeza. Murió siendo virgen.
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Elliot Rodger era miembro de los Incel. El celibato involuntario, que es de donde proviene el acrónimo Incel, es un movimiento en la red de hombres que se caracterizan por su inhabilidad para tener relaciones sexuales con mujeres. No es que no quieran, es que no pueden. Foros en internet, como ForeverAlone, están repletos de comentarios misóginos, misántropos y de mensajes de extrema violencia cuya diana siempre es la misma. En la cosmogonía Incel, la mujer es el anticristo y Elliot Rodger, claro está, es Cristo; el salvador de su imaginario apocalíptico. Rodger, justo antes de la matanza de Isla Vista, dejó por escrito el que iba a ser el texto fundacional del movimiento: “Voy a encargarme de encerrar a todas las mujeres en campos de concentración. Sueño con una civilización futura donde los hombre puedan liberarse de preocupaciones tan grotescas como el sexo. Ese es mi sueño”.
23 años antes, en 1993, otro movimiento sísmico estaba a punto de acontecer en California, esta vez en la Universidad de Berkeley. Recientemente, una de las profesoras de dicha universidad, había publicado el libro que pronto iba a pulverizar en millones de pedazos las nociones tradicionales de género y de sexo. El Género en Disputa, escrito por la filósofa Judith Butler, sentaría las primeras bases de la teoría sobre la performatividad. Según Butler, el sexo y el género no son más que dos constructos culturales. Una construcción que, gracias a su continua representación en el teatro de la sociedad, concluiría por aparentar ser “natural”. El hombre y la mujer no existen, sentenció Butler en su libro. Son sólo una mera creación del propio lenguaje. ¿Para qué? Para preservar el sistema heteropatriarcal. Un imperio de carácter simbólico que iba a ser defendido, a toda costa, décadas más tarde por jóvenes como Elliot Rodger.
Antonio J. Rodríguez, el invitado de este episodio de Salir del Grupo, cuenta que hay una posible cura para la masculinidad tóxica. Si lo masculino es un constructo del lenguaje, argumenta, la solución consistiría en abrazar una concepción más fluida de nuestra sexualidad. O lo que es lo mismo: abrirnos a las infinitas posibilidades de la gramática. El conflicto, de esta manera, podría ser pacificado. De lo contrario, en el futuro no sería demasiado alocado imaginar una disyuntiva entre dos tipos de internet: uno masculino y otro femenino. La primera guerra civil 2.0. Teniendo en cuenta que los Incel son la punta de lanza de foros como Reddit, 4 Chan o ForoCoches, el feminismo viral, de movimientos como el MeToo, sería entonces la defensa natural y autoinmune de un ciberespacio que podría terminar segregado por género. La pregunta que todos habríamos de hacernos en ese momento, sería: «¿A qué bando pertenezco yo?»
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Justo en el año de la publicación de El Género en Disputa se fundaba la primera comunidad Incel de la red. En su origen, esta comunidad tenía el propósito de ser un foro para la solidaridad entre personas de todo tipo de género. Un hogar, al fin y al cabo, para los afectos y los cuidados de personas con dificultades para el amor y el sexo. Pero pronto su espíritu inicial se torció. Alana, su fundadora, tras subsanar sus traumas con los hombres gracias al libro de Butler -y a experimentar con la bisexualidad y el poliamor,- equivocadamente terminó por regalar el dominio de la web a un desconocido que conoció en un chat. En poco tiempo, cómo no, la comunidad se llenó de hombres. Cada vez más reprimidos, más misóginos. Aquello se convirtió en pura violencia.
El derrumbe del proyecto fue gradual pero contundente. Después de la masacre de Isla Vista, consternada, Alana declaró: “Yo tan sólo quise crear una comunidad inclusiva para personas que, por culpa de la marginación y la enfermedad mental, habían sido privadas de una sexualidad saludable. Ese era mi sueño. Ahora siento que aquello ha terminado por transformarse en una auténtica pesadilla.” Si la vida es sueño, como dijo Calderón de la Barca, el género y el sexo, también. La moraleja entonces radicaría en cuestionarnos la naturaleza y la política de los sueños. ¿Quién es el que sueña ese sueño? ¿Con qué intenciones sueña ese sueño? Y si, ese que sueña el sueño, es consciente (o no), de que el sueño que sueña, no es más que otro sueño igual que todos los demás.
De todo esto, y mucho más, quise hablar con Antonio J. Periodista, Editor, escritor de ficción y de ensayos tan formidables como La Nueva Masculinidad de Siempre, quise preguntarle lo que ya está en boca de muchxs: ¿Es la masculinidad una peligrosa ficción de Serie B?
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