Si pudiéramos contar cuántas veces hemos repetido en las últimas semanas “ojalá volvamos pronto a la normalidad”, quizás la cifra sería infinita.
Probablemente, sentirse así sea algo universal: para muchos, la situación actual traerá consigo desafortunadas consecuencias económicas y emocionales. Para otros, sencillamente supone una incertidumbre con la que no apetece lidiar.
¿Por qué queremos volver a la normalidad? Si volver a la normalidad significa volver a lo de siempre, no estoy tan segura de querer volver.
Volver a la normalidad supondría seguir creyéndonos el ombligo del mundo, arrinconar la solidaridad y la cooperación en la periferia, seguir haciendo la vista gorda ante las catástrofes humanas y naturales.
Volver a la normalidad supondría continuar trabajando doce horas diarias frente a una pantalla, colapsar ciudades de tráfico —y perder en él miles de horas—, supeditar nuestra calidad de vida a nuestra cuenta bancaria.
Volver a la normalidad implicaría perpetuar la inequidad salarial entre hombres y mujeres, “las tareas propias de la ama de casa”, la representación política dominada por figuras masculinas.
En la normalidad seguiríamos permitiendo el bullying en clase, el acoso laboral, el ojeo y el lenguaje obsceno cuando vamos solas en el metro.
En la normalidad volveríamos a las cifras inhumanas de violencia de género —¿no estamos yendo a un panorama peor?; a avergonzarnos por manchar la silla al menstruar o por lucir las ingles sin depilar.
Volver a la normalidad sería posibilitar el matrimonio infantil, perpetuar el abandono de nuestros abuelos, dejar de ver a la familia durante un largo tiempo porque ese día ya los vimos mucho.
Volver a la normalidad supondría tolerar la homofobia, la exclusión de quienes no se identifican con un género u otro. Implicaría que el 80% de personas trans que están desempleadas por discriminación, lo sigan estando.
Volver a la normalidad significaría seguir llenando los cementerios Mediterráneo y Río Bravo de cadáveres humanos; seguir orillando a los millones de desplazados africanos y latinoamericanos a un futuro insignificante.
Continuaríamos permitiendo la xenofobia y la radicalización ideológica, la ultraderecha o la ultraizquierda, o los crímenes de guerra en Siria y los campos de concentración en Corea del Norte —y viviríamos como si nada.
Volviendo a la normalidad, la desigualdad mundial no frenaría; probablemente, continuaría agravándose. El 75% de la población mundial que no tiene acceso a agua potable, seguiría sin tenerlo. Los 8 mil niños que mueren de hambre a diario, seguirían falleciendo.
Volver a la normalidad supondría destinar más recursos a levantar muros, a fabricar armas, mientras alejamos la ciencia, la educación o la sanidad de la decencia.
Volver a la normalidad mantendría —o impulsaría— el consumismo, la cultura fast food, los tops a tres dólares, la tiranía de los cánones ‘ideales’ de belleza. Desvalorizaría el pequeño comercio local, los artesanos de toda la vida.
En la normalidad seguiríamos inundando los mares de plástico, los bosques de basura, los pulmones de contaminación. Seguiríamos deforestando el Amazonas, extinguiendo especies, conservando zoos.
En la normalidad, la explotación ganadera no cesaría: vacas prisioneras en un espacio de un metro cuadrado desde el día de su nacimiento, sacrificadas a los cinco meses si son machos porque ya pesan suficiente para ser filete.
Volver a la normalidad no haría nuestras vidas mejores: las haría iguales que antes. Supondría, en todo caso, mantener el mismo orden mundial de capitalismo neoliberal, déspota, demoledor e inaceptable.
Por eso, quizás volver a la normalidad no sería la mejor opción, si con ello nos referimos a volver a lo de siempre.
Las fronteras, los Estados, el mercado global, los dioses, los géneros, los derechos humanos: ¿por qué no los reimaginamos?
Dicen que este momento podría ser una oportunidad. Una oportunidad para hacerle una autopsia a la historia, reconocer los fracasos y reconstruir un nuevo presente. Una oportunidad para reimaginar lo que conocemos y adecuarlo —¿no es todo, salvo lo propio de la naturaleza, algo imaginado por el ser humano? Las fronteras, los Estados, el mercado global, los dioses, los géneros, los derechos humanos. ¿No permite la imaginación inventar de nuevo?
El nuevo orden que esté por venir, si es que va a venir uno nuevo, debería procurar navegar hacia la posibilidad, hacia la reimaginación y reconstrucción de la sociedad y su lugar en el mundo. Para que ese new normal del que muchos hablan no sea una pérdida de tiempo. Para que “volver a la normalidad” no signifique precipitarnos a un mundo normalmente injusto, sino a un mundo normalmente mejor.
¿De verdad queremos seguir viviendo en la normalidad?