Perdonadme que os llame turistas, señores viajeros. «Yo no soy turista, soy viajero». ¿Hay alguna frase más grimosa que se pueda escuchar durante las vacaciones? Se me ocurre una: «It was sooo local». Cada vez que escucho ese tipo de cosas en una habitación de hostel, me largo solo a beberme un mojito en la piscina del mismo. No porque uno no busque pasarlo bien y tener aventurillas, sino por el tono de superioridad moral que muchas veces se lee entre líneas en esas expresiones.
¿Qué significa que un lugar era «muy local»? Sí, lamentablemente significa que cada vez quedan menos rasgos identitarios en las ciudades abiertas en canal por el turismo masivo del que, señor viajero, tú también participas.
Significa que en este mundo cuando uno llega a una ciudad bonita y por tanto turística (y cada vez son más) hay que esforzarse cada vez más para dar con tiendas que no sean de ‘souvenirs’ y para encontrar un vecino entre tanto guiri.
¿Por qué? Porque, si en 1950 25 millones de turistas internacionales viajaban por el mundo, hoy son alrededor de 1.200 millones, seguramente tú y yo entre ellos, cifras de la OMS. Sería ingenuo pensar que un fenómeno de este tamaño, buena punta de lanza del capitalismo más salvaje, no afectaría a las ciudades y a las vidas de sus vecinos.
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Dice una encuesta encargada por la empresa de venta de entradas Hellotickets que el nuevo turista ahora es post-turista, que el millennial mayoritariamente viaja más para «vivir experiencias únicas» (el 57%) que para visitar los monumentos más importantes (19%). El 90% publicaría sus experiencias en las redes sociales.
Pues nos parece muy bien.Y seguramente cuando un albanés me dé de hostias en un bar de carretera por mi impertinencia de curioso con resaca regrese orgulloso a casa por la aventurita tan poco turística que tendré para contar a mis amigos.
Por lo tanto, seguramente pertenezca a este grupo de post-turistas, porque a veces viajo con mochilas grandes en autobuses viejos, duermo en hostels cutres y pillo infecciones intestinales comiendo barato en barrios pobres. Y sí, seguramente también formo parte del 82% de personas que a la misma encuesta respondieron que consideran imprescindible viajar.
Pero no me enorgullezco de ello, casi te diría que me avergüenzo de haber caído en esa nueva trampa del capitalismo cool, marca blanca, rollo Hilary Clinton, de haber caído en ese yoyó alienador de jóvenes que son las vacaciones low-cost, huidas hacia adelante de nuestros monstruos internos. Así que, por favor, viajero, post-turista o como quiera que te llames, no me vendas tu superioridad moral. Por varios motivos:
1.- Porque por el hecho de ir por el mundo buscando experiencias únicas en vez de monumentos, no eres mejor que nadie. Con esa actitud, en sí, no aportas absolutamente nada a este mundo que no aporte un turista convencional de calcetín y chanclas (tal vez un poco menos de molestia estética), de grupo multitudinario echando fotos frente a la Sagrada Família. Y lo peor: a veces no solamente no aportas nada al lugar con tu actitud sino que tampoco entiendes absolutamente nada del país que visitas.
2.- Es todo mentira: Si el post-turismo fuera verdad y los nuevos viajeros fuéramos tan guays y diferentes, los aledaños de la Sagrada Família no estarían petados ni las discotecas de todos los estilos se acumularían por el Barrio Gótico atestadas de posturistas como sus calles se inundan de sus meados de cerveza y de sus gritos de turistas y post-turistas. Si el post-turismo fuera cierto, uno se encontraría a turistas perdidos en las calles de Santa Coloma de Gramenet. Y no, eso tampoco me alegraría.
3.-El avión del turista low-cost sostenible también contamina como el resto.
4.- Una cosa que sí aportas a diferencia del turista convencional cuando vas por ahí con tus viajes diferentes y apasionantes es el rayo de la pistola gentrificadora o expulsadora. Sí, hubo un vanguardista del turismo Lonely Planet que descubrió Malasaña o Gràcia o la favela de Vidigal antes que el resto y después se llenaron de bares de brunchs y de cupcakes muchos más caros que sus antecesores y, sobre todo, los precios de sus pisos se dispararon. Y muchos vecinos de toda la vida se tuvieron que ir por ello.
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Otro personaje curioso en la escena del post-turismo es la del falso aventurero.
Ese que te encuentras en las colas del Machu Pichu contándote que lleva seis meses viajando por el mundo «a lo tirado» con su impoluto conjunto North Face de montaña (y todos sus complementos), ese al que le da un soponcio y le rescata un helicóptero de la compañía de seguros de viaje más cara del mundo, tan coherente como el hippie que dice vivir al margen del sistema de sus pulseras artesanales y resulta que su padre es Bill Gates y le transfiere 5.000 euros al mes a su cuenta corriente. Asúmelo: es muy difícil vivir una aventura de verdad si estás forrado.
¿Tienen la culpa del turismo low-cost Keoruak y la generación beat y sus viajes en auto-stop? Tal vez en parte, aunque lo supieron contar con la suficiente clase como para que aquello pareciera mucho más auténtico. Ni que decir tiene que al Bolaño viajero, que no turista, de Los detectives salvajes se le perdona todo. Puede que dentro de 30 años al ver tu cuenta de Instagram la gente también te considere un tío guay y no un pesado más. Pero por ahora eres (somos) lo segundo.
O tal vez la culpa la tienen las compañías de vuelos, sin techo para crecer y crecer, o empresas como Airbnb.
O tal vez venga de antes, de la época de los misioneros y colonizadores, seguramente los primeros aventureros gentrificadores de la historia.
Al final, la principal diferencia entre el turista y el post-turista es que esta última palabra se parece mucho más a postureo. Por cierto, estaba yo tan orgulloso de mi ingenioso juego de palabras cuando descubrí que ya lo había utilizado el director de la revista GQ en este interesante artículo.
Ah, por cierto, es posible que si haces un par de reportajes o posts en un blog, o un voluntariado de diez días ayudando a una comunidad local, tampoco seas mejor que el resto de turistas. Ni tampoco si escribes un artículo crítico como este para lavar tu conciencia a dos semanas de irte de viaje con tus colegas por los Balcanes.
Aunque va, pérdonemonos todos: en este primer mundo de trabajadores que se creen clase media, el horizonte de una escapada a la isla de Capri es la mejor excusa para dejar para más tarde la reivindicación de tus derechos en el trabajo que estabas a punto de hacer. Nos hemos ganado con nuestro sudor al menos unas vacaciones, esa perita en dulce del capitalismo, esa vaselina cuando te la clavan.
Cuando vuelvas de la playa o de tu aventura idílica, a lo mejor te importa un poco menos que te hayan bajado el sueldo o cargado de horas o de un ritmo de producción inalcanzable. Al fin y al cabo, estarás ocupado contando todas tus anécdotas.
Pero por lo menos, no presumas de auténtico porque visitas cuatro barrios pobres, te haces fotos con sus niños y tienes un nuevo amigo colombiano de clase casi popular que te hospedó en su piso turístico de Medellín y te contó historias de Pablo Escobar. O aquel profesor de yoga en India con el que dices tener una gran conexión espiritual porque le sigues dando likes en Instagram.
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