Sobreactuado, ridículo, victimista, patético, peliculero, tóxico. Todos estos calificativos –y muchos más en la misma línea– son los que ha recibido Braden Wallake, CEO de la empresa de marketing HyperSocial, después de que publicara en LinkedIn una foto suya llorando tras despedir a algunos de sus trabajadores.
En el texto que acompañaba la imagen, Wallake habla del dolor que le ha causado haber tenido que tomar esa decisión. “En días como hoy”, afirma, “desearía ser dueño de un negocio que solo se preocupara por el dinero y que no me importase a quién lastimo en el camino”. El CEO Incluso va más allá, y espera que su rostro congestionado se convierta en un símbolo para humanizar a los empresarios, para reivindicar su sensibilidad. “Solo quiero que la gente vea que no todos los directores ejecutivos son insensibles y no les importa cuándo tienen que despedir a la gente”.
Wallake termina con una suerte de declaración de amor a todos sus trabajadores: “Sé que no es profesional decirles a mis empleados que los amo. Pero desde el fondo de mi corazón, espero que sepan cuánto hago. Cada uno. Cada historia. Cada cosa que los hace sonreír y cada cosa que los hace llorar. Sus familias. Sus amigos. Sus pasatiempos.”
La reacción enfurecida de miles de personas contra esta publicación parece más que previsible, en la medida que las palabras y su foto lacrimosa son un atentado contra el sentido común de la mayoría de trabajadores. Podríamos enumerar muchas razones por las que este post está mal.
Dicho rápidamente: tras un despido, no es el jefe quien debe ponerse a llorar.
En primer lugar, está lo problemático de convertir públicamente el despido de los empleados en una historia de superación personal sobre las bondades de tu carácter y tu negocio. En segundo lugar, porque lejos de demostrar empatía y afecto hacia sus empleados, el post los ignora activamente: ¿cuántas personas han sido despedidas? ¿Por qué? Si se trata de asumir la responsabilidad por los errores que ha cometido el CEO, ¿por qué lo tienen que pagar los empleados?
Tercero, porque no hace falta ser especialmente malpensado para deducir que, lejos de un arrebato de pena, la publicación en LinkedIn estaba motivada por un intento de limpiar la cara de la empresa y mejorar la marca personal del CEO, ganando por el camino algunos seguidores en redes.
Cuarto y último motivo: porque ignora cualquier tipo de relación de poder, así como el contexto material de desigualdad en el que se producen los hechos, como si lo importante en un despido fuesen los sentimientos de aprecio o amor y no la de dependencia económica. Dicho rápidamente: tras un despido, no es el jefe quien debe ponerse a llorar.
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Sin embargo, lo más interesante del caso, y lo que hace que la publicación de Wallake no sea solo un post más de ese circo laboral llamado LinkedIn, es que no se trata de un delirio personal, un arranque de locura. Más bien al contrario. Que el CEO de una gran empresa pueda llegar a pensar que una una lloradita en LinkedIn le ayudará a conectar mejor con sus empleados, clientes y seguidores resulta sintomático de la sociedad neoliberal en la que vivimos, que ha convertido la vida en trabajo y el trabajo en vida, la empresa en familia y la familia en una empresa.
Durante muchos años, la separación entre lo público y lo privado, lo personal y lo profesional, había definido la construcción de sociedades, ciudades, familias e incluso de nuestro carácter: ocho horas en el trabajo, ocho horas de ocio, ocho horas en la cama.
La mayoría de las veces “el somos una familia” significa que la empresa exigirá de ti un compromiso emocional e íntimo equiparable al que muestras con tus allegados.
Pero con el auge del neoliberalismo y del capitalismo digital, la fusión entre esferas y el imperativo de ser empresarios de nosotros mismos han puesto nuestras emociones a trabajar: para el nuevo ideal de dirección de empresas, que sin duda alguna ha inspirado al CEO de HyperSocial, debemos comprometernos con toda nuestra alma en nuestro trabajo, ya seas un teleoperador, un cirujano o el director ejecutivo de una empresa.
Que esta lloradita en LinkedIn sea una publicación sincera y no un teatrillo para ganar seguidores o alimentar el ego resulta mucho más inquietante: demuestra lo terrible de un sistema donde gran parte de nuestra intimidad está colonizada por el imperativo de productividad.
Basta con pasarse por cualquier web de ofertas de empleo, no solo LinkedIn, para encontrar anuncios que dicen cosas como “no somos una empresa, somos una familia”. Una frase que muchos desearíamos que fuese solo una táctica de marketing, un anzuelo para atraer curriculums excelentes.
Y sin embargo, por desgracia, la mayoría de las veces “el somos una familia” significa que la empresa exigirá de ti un compromiso emocional e íntimo equiparable al que muestras con tus allegados. Que toda tu vida estará consagrada a mejorar la empresa, independientemente del horario laboral o los días de vacaciones que marque un convenio. Que seguirás formándote en tus horas libres para ser más competente, hablar más idiomas, ganar nuevos contactos. Y lo que quizá es todavía peor: significa que medirás tu autoimagen personal, y tu valor como persona, según tus logros y fracasos como profesional.
Al llevarlo a un plano personal, no cumplir con los objetivos mensuales o ser despedido puede ser mucho más cruel y doloroso. No fallas a una empresa, fallas a tu familia, a tus hermanos.
El post de Wallake es la prueba irrefutable de que lo que necesitamos no son mejores departamentos de recursos humanos, ni más cenas de empresas o jornadas de teambuilding en un museo; sino frenar un modelo empresarial que nos hace emocionalmente dependientes de nuestro trabajo y nos subyuga doblemente a la empresa, primero económicamente y luego afectivamente.
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