Después de muchos años de trabajo y lucha diaria; después de ser la primera mujer en hacer algo que a los hombres durante siglos se les había permitido hacer; después de conseguir todas las hazañas y logros que un ser humano es capaz de lograr; después de todo eso, la protagonista de la historia se quedó embarazada, fue madre de cuatro hermosos bebés y se recluyó en la intimidad del hogar.
La historia de las mujeres está llena de relatos como este. La madre que lo deja todo por sus hijos es mucho más que un cliché narrativo: su versión adaptada al sistema neoliberal en forma de bajas –con sus respectivas consecuencias– es tan común en nuestro día a día que pasa casi desapercibido. O, todavía peor, muchos lo asumen como algo natural, una necesidad biológica, ley de vida.
Aunque hay excepciones, esta ecuación se refleja en las estadísticas. Según el estudio ‘The Child Penalty in Spain’ realizado por el Banco de España, ser madre en este país supone un retroceso en las condiciones laborales de las mujeres en los años siguientes a la maternidad. El primer año tras el nacimiento de un bebé, las mujeres registran de media una bajada del 11,4% en su salario. La caída llega al 33% al cabo de una década. Al tener menos horas disponibles, las madres suelen acogerse a jornadas reducidas, que impiden hacer horas extras, cobrar pluses o bonificaciones salariales, y en último término, ascender en la empresa. Todo esto explica el descenso salarial.
¿Y qué ocurre con los hombres que deciden tener hijos? Nada: su salario y condiciones no se ven afectados. De hecho, el mismo estudio muestra que ellos ganan incluso un 0,15% más al año siguiente de ser padres.
No debería sorprendernos, entonces, que cuando el tenista Rafael Nadal anunció que sería padre por primera vez, pudiese afirmar sin problema que no tenía “previsto que esto suponga un cambio en su vida profesional”. No estaba expresando una visión ultraconservadora, religiosa o machista por encima de la media. En realidad, lo único que hacía era constatar una desigualdad patente. Rafa Nadal no es un monstruo, un padre insensible, un vividor que se desentienda de su familia: su experiencia le ha enseñado que los cuidados, los sacrificios, los cambios de horario y la falta de tiempo no son su problema.
“A los 15 días de dar a luz ya empecé mi recuperación. Me levantaba a las 6 de la mañana todos los días de la semana”.
En el mundo del deporte de élite esta desigualdad es tan sangrante que ni siquiera hace falta remitirse a estudios. Hasta 2019 no había ninguna futbolista madre en los equipos de Primera División de la liga femenina de fútbol. Maider Irisarri fue, hace solo dos años, la primera profesional en ser madre. ¿Y cómo lo consiguió? Desde luego, con grandes cambios en su vida personal y profesional. Irisarri hizo una pausa en su carrera y regresó al campo cinco meses después de dar a luz. “Quiero demostrar que se puede ser madre y futbolista a la vez”, declaraba tras volver a jugar. También que solo pudo hacerlo entrenando el doble que sus compañeras. “A los 15 días de dar a luz ya empecé mi recuperación. Me levantaba a las 6 de la mañana todos los días de la semana”.
Bajo este manto de superación se esconden, de hecho, la mayoría de historias de mujeres deportistas que tuvieron hijos durante su carrera. Una de las más sonadas es la de Ona Carbonell, ganadora de 23 medallas en campeonatos mundiales de natación sincronizada, que no pudo estar en los Juegos Olímpicos de Japón en 2016 tras su embarazo, pero se preparó a conciencia para los siguientes. Un episodio que ha quedado grabado en el documental Empezar de nuevo.
Otras historias, sin embargo, probablemente muchas más de las que han trascendido –el solo deseo de la maternidad supone para las deportistas perder patrocinadores y por, tanto, su modo de supervivencia–, quedan relegadas fuera de estas listas de las listas de mujeres que se esforzaron suficiente para poder ser a la vez madres y deportistas de élite.
Maite Zugarrondo, una de las mejores jugadoras de balonmano en España, dejó el deporte hace un año por no poder conciliar. Jessica Vall, la mejor bracista que ha habido en nuestro país, rompía a llorar en los últimos Juegos Olímpicos tras no clasificarse para la final. Con 32 años veía ya imposible ganar esa medalla olímpica para la que llevaba años preparándose y ser madre, algo que deseaba con todas sus fuerzas. Las declaraciones desestabilizaron, al menos durante unos minutos, el relato de sus homólogos masculinos.
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Pero además, si rascamos más allá de la superficie del asunto, descubriremos una realidad no menos grave, pero sí menos obvia. A ojos de la opinión pública, Rafa Nadal será un buen padre, y lo será sin hacer demasiado esfuerzo, sin que su vida profesional cambie, mostrándose afectuoso, preocupado por el futuro de su progenie, deseoso de que puedan cumplir sus sueños.
«Los cuidados parentales más cotidianos dotan al padre de un halo de santidad, mientras que pasan desapercibidos, porque se dan por hechos, cuando los realiza una madre»
Para los hombres, y en especial para los deportistas de élite, el listón de la buena paternidad no está muy alto. Lo hemos visto recientemente con otras estrellas del deporte. Hace apenas unas semanas, Georgina Rodríguez, la pareja de Cristiano Ronaldo –después de estrenar su propio reality en Netflix, reconocida ya en todo el mundo–, colgaba en Instagram una foto del cumpleaños de sus gemelos donde el padre aparecía en forma de figura recortada de cartón piedra. A nadie parecía sorprenderle en exceso. De Cristiano Ronaldo como buen padre no puede esperarse mucho más que eso: está demasiado ocupado. Mientras tanto, ¿acaso no están sanos sus descendientes? ¿No tendrán todo lo que desean?
Imágenes similares se suceden en el reality que muestra el final de la carrera de Pau Gasol: su hija representa poco más que una incomodidad a la hora de elegir su próximo destino como jugador, un conflicto de calendario en su proyecto de rehabilitación. Tanto él como Cristiano Ronaldo afirman querer a sus hijos, también que son una prioridad en su vida. Además, se definen como padres en cada entrevista y post que cuelgan en sus redes sociales: ayudan con su crianza cuando pasan por casa, ¿qué más se puede pedir?. “Feliz cumpleaños, mis amores. Papi no podría estar más orgulloso de ustedes, sigan siendo felices y con esas hermosas sonrisas. Los quiero mucho», escribía Ronaldo en Instagram junto a una fotografía de los pequeños Eva y Mateo el mismo día que ellos abrazaban la figura de cartón piedra.
“La adulación que recibe un padre cuando participa en la tediosa e interminable tarea de la crianza –cuando ayuda con los niños, o se queda a cuidarlos– evidencia hasta qué punto las labores y los cuidados parentales más cotidianos dotan al padre de un halo de santidad, mientras que pasan desapercibidos, porque se dan por hechos, cuando los realiza una madre. Una madre activa es una madre –valga la tautología–, mientras que un padre activo es un santo”, expone Katherine Angel en el ensayo Daddy Issues (Alpha Decay), donde analiza lo poco que se les exige a los hombres que hoy consideramos “buenos papis”, especialmente si lo comparamos con aquello que se le exige a una mujer para ser una buena madre –en realidad, esta figura es prácticamente un oxímoron: las madres, de un forma u otra son siempre cuestionadas–.
Pero vayamos al otro lado del espejo. A pesar de que Ona Carbonell es defensora del sí se puede, en su documental se queja de que lo peor ha sido asumir que hacía algo moralmente reprobable: “sentirte fuera de todos lados, no sentirme buena madre ni buena deportista, el juzgarme yo misma y ver que también me juzgan los demás”. Carbonell no podría haber dicho nunca una frase como la de Nadal, no es realista pero tampoco se lo podría permitir su imagen pública. Una madre que no está presente es una mala madre, una abandonadora, alguien que pone en riesgo la salud y la entereza emocional del bebé.
Para avanzar, apuntemos, entonces, a estos relatos. De nada sirve que nos lamentemos cada vez que aparecen estadísticas sobre la brecha de género –que es más bien, la de maternidad– si, tras el lamento, seguimos celebrando como ejemplo de nueva masculinidad que un hombre se acuerde del nombre de la directora del colegio de sus hijos. De nada sirve si mediáticamente se sigue celebrando al padre de mínimos, al que no hace nada mal porque le basta con ayudar.
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