El profesor se levanta de la mesa, da dos zancadas y se acerca todo lo que puede a un alumno que permanece sentado.
No le toca, pero casi. Lo mira desde las alturas, con los brazos en jarra. El chico, Javier, aguanta el tipo y sigue espatarrado en su silla, con los dedos entrelazados y las rodillas separadas. Pero está flipando, igual que el resto de sus compañeros.
—¿Veis lo que quiero decir? —dice el profesor— Yo puedo decir que es una broma, pero me pongo por encima de ti y sientes cosas. ¿Qué has notado?
—Joder, me he cagado —contesta Javier, desatando las risas de sus compañeros.
—Sientes nervios, te asustas —añaden otros.
—Hay una diferencia muy grande ente lo que decimos, los discursos, y lo que provocamos en los demás y sentimos nosotros mismos.
El profesor es Alan, y en realidad no es profesor, sino un técnico del Servicio de Atención a los Hombres (SAH) del Ayuntamiento de Barcelona. Lleva ocho años trabajando la masculinidad y la violencia de género con adolescentes y pandilleros. Acaba de iniciar un taller con alumnos de electrónica y mecánica de coches en un instituto de una zona industrial de Cataluña.
La provocación ha tenido lugar a las 8.30 en un aula llena de chicos de entre 16 y 18 años. Suficiente para que se líe de buena mañana en el instituto. Sin embargo, los alumnos se han quedado pensativos. Es inevitable pensar en la frase de Leonardo DiCaprio en Django: “Caballero, ya tenía mi curiosidad. Ahora tiene mi atención”.
—¿Cómo estáis?—pregunta Alan.
—Bien —contestan en coro.
—No sé que significa bien. Tú, por ejemplo, ¿cómo estás?
—No sé, profe… cansado —contesta un alumno.
—Estamos acostumbrados a decir ‘bien’ por decir algo, pero si tú sabes que estás cansado puedes recostarse en la silla para remediarlo. La violencia de género tiene que ver con lo poco que escuchamos a nuestro propio cuerpo. Muchas veces son automatismos. Es como cuando decimos “bien” y en realidad estamos tristes, cansados, sin ganas de estar aquí.
El grupo, aunque escéptico, sospecha que esta vez el párroco es distinto, como si el sermón no viniera de la palabra. Alan les está diciendo que el mensaje está en su propio cuerpo. En ellos.
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—Os invito a que nombréis a dos personas de vuestra familia que hayan hecho algo importante.
—Importante como qué —pregunta bruscamente un chico con media cara tapada por una braga de cuello.
—Eso es lo que quiero ver, qué es lo importante para ti.
Muchos bajan el rostro, suspiran, se sujetan la cabeza con las manos. La señal es inequívoca: no les apetece hablar de sus familias, Alan la ha cagado. En este barrio no hay padres empresarios, ni abogados; no hay éxitos de los que uno pueda presumir.
Los adolescentes nombran a sus abuelos y progenitores con desgana, destacan “que les han mantenido” y que “les han dado un techo”. Sobre todo mencionan a sus madres, abuelas, tías o hermanas. Poco a poco los chicos van diciendo nombres, empiezan a hablar en un tono de confesión, y la emoción va en aumento.
Es el turno de Josué:
—Para mí es importante mi madre, Jenny, porque ha vivido muchas cosas fuertes con el fallecimiento de mi padre y se tuvo que venir a trabajar. Y a mi hermana Mary porque ella me cuidó y me dio consejo, me dio ánimo en la vida, todo…
De pronto Josué rompe a llorar, se tapa los ojos con una mano. Ibrahim, que tartamudea, le pasa una bola de papel higiénico desde dos asientos de distancia.
—¿Qué es lo que más habéis nombrado? —pregunta Alan.
—Mujeres —responde de inmediato Alex.
—¿Y qué hicieron?
—Ayudarnos, criarnos, sacarnos adelante —proponen.
—Cuidarnos —resume el monitor—. También para mí es lo más importante.
—Es que si no estaríamos muertos, hay que respetar eso —dice Alex, muy serio.
—“Millones de mujeres ayudan a sus hijos”. ¿Creéis que algún día veremos este titular en el periódico? —pregunta Alan.
—No —responden al unísono.
—Eso es invisible, no se ve —añade Alex.
—Es ley de vida. Cuando una mujer decide tener un hijo, sabe lo que tiene que hacer —dice Iván.
Alan calla. Mira a los chicos uno a uno, pero ellos sonríen, le esquivan: “Nosotros hemos valorado unas cosas, pero como sociedad valoramos y enaltecemos otras”.
Esa ley de vida, el patriarcado, que Alan nombra explícitamente, se convierte en la gigantesca zona sumergida del famoso iceberg de la violencia machista, en cuya cima visible están las cruces, las muertas.
Después de varias intervenciones, el grupo de futuros electricistas concluye que la sociedad valora los aspectos asociados a los hombres, como las grandes fortunas y el éxito profesional. Lo femenino se revela como una riqueza íntima, casi secreta, pero absolutamente vital. Intocable.
En el grupo de los mecánicos hay un chico que destaca sobre los demás. Jamuel es latinoamericano y siempre sonríe o se ríe. Es difícil distinguir cuándo se está burlando o cuándo está contento. Quizá por ese motivo todos sus compañeros le escudriñan todo el tiempo.
—¿Qué entendéis por violencia de género?
Alan pregunta y Jamuel responde al segundo:
—¡Si me hace los cuernos, la mato!
¿Bromea Jamuel? El joven sonríe, y ahora Alan debe devolver una pelota lanzada con efecto. Si no lo consigue, el alumno gana ante un público entregado. Pero ocurre un imprevisto.
—Yo estoy en contra de que los hombres maltraten a las mujeres —interviene de pronto Jon, que levanta la mano robándole protagonismo a Jamuel, pero éste contraataca.
—Cuando yo vivía en Nueva York, un tío hizo caminar a su mujer desnuda por la calle porque… ¡la había pillado con otro! — el alumno se ríe de forma forzada.
A Jon, su compañero de al lado empieza a acariciarle la pierna con intención de chincharle, y él explota cruzándole el brazo como para darle una bofetada. Su mirada es de ira. Y de hartazgo.
—Vamos a detenernos aquí —dice Alan—. Jon, estabas diciendo que la violencia contra las mujeres te parece mal. ¿Por qué has alzado el brazo?
—¡Porque iba para un hombre! —responde Ahmed en su lugar.
—Jon sabe lo que es correcto, lo tiene súper claro, pero su cuerpo está diciendo otra cosa —explica Alan —. Os hago esta pregunta: ¿Qué es lo que más hay en este aula?
—Hombres, pelos.
—Lo que más hay es aire. Estamos tan acostumbrados que no lo vemos. Con la violencia de género pasa lo mismo. Creemos que la vemos, pero no es así.
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Todos han visto el vídeo viral y quieren que Alan se pronuncie. Se trata de un experimento sociológico en dos partes: la primera muestra a un hombre que grita a una mujer en plena calle, le coge del brazo, le agarra la cara. Varios transeúntes reaccionan en seguida, recriminándole su comportamiento y tratando de defender a la mujer del agresor.
Cuando ocurre al contrario, nadie defiende al hombre.
—¿Qué pasa cuando la víctima es el hombre? Que nadie hace nada —sentencia Alex, señalándose el pecho.
—También hay hombres maltratados —apunta Ibrahim.
—Claro que los hay, pero muy pocos en comparación con las mujeres —responde Alan—. Fijaos: ¿Qué es lo que hace la gente cuando ve que la mujer está pegando al hombre? ¿Lo ignoran sin más?
—Se ríen —dice Alex.
—Exacto. Se burlan de él porque hace el ridículo.
De pronto una gran incomodidad se apodera del aula y todos se ocultan. No es como cuando un profesor pide voluntarios para resolver una ecuación en la pizarra: la fragilidad de la clase se parece más bien a cuando alguien te pregunta si alguna vez te has cagado encima.
El peso de la masculinidad se materializa en forma de sudor destemplado, en forma de vergüenza.
—Yo lo que no entiendo es que nos digan que no seamos chulos y todo eso, y después ellas buscan chavales que vayan pisando fuerte. Mi novia se pone detrás de mí, me dice que tengo que defenderla —dice Javier.
En un deseo de ser querido por ellas y aceptado por sus compañeros, Juan se convierte en un soldado que es capaz de pulverizar sus emociones, apetencias y deseos más íntimos. Para sobrevivir como macho, debe asumir sus roles de género y ejercer violencia si es necesario. Aparentemente, el papel le parece bastante justo. Lo cierto es que es una prisión.
—En una casa hay alguien en la cocina y alguien en el salón tomándose una cerveza. ¿Quién es quién? —pregunta Alan.
—¡El hombre en la cocina! —grita Ahmed.
—Por un lado tenemos ternura y fragilidad, por otro fuerza y protección. ¿Quién es quién? —repite el monitor.
—¡El hombre es la ternura! —insiste el joven.
Ahmed se rebela ante una realidad que le agrede, ante unos estereotipos masculinos que le culpabilizan.
—Ahora ya no es como antes. Hay grandes juezas y arquitectas —dice Iván.
—¿Estáis todos de acuerdo? —pregunta Alan.
—No. Hace muy poco que las mujeres votan en España. Y cobran menos por el mismo trabajo —contesta Javier.
—Pero aquí no las matan a pedradas como en algunos países musulmanes, hay sitios donde las violan y encima les culpan a ellas —añade Alex.
—Yo quiero saber por qué aquí los hombres matan a las mujeres —exige Jon, rompiendo el estereotipo que se aplica a chicos como él.
—Mi madre fue maltratada, es tonta —suelta de repente Oleg.
—¿Por qué es tonta?—pregunta Alan.
—Porque tropezó mil veces con la misma piedra.
—¿Sabes el dicho de la piel de sapo?
—No.
—Si metes un sapo en una olla con agua hirviendo, saltará y se salvará. Si lo metes en una olla de agua fría y la pones al fuego, el sapo morirá hervido.
Para Javier el amor es atracción, fidelidad, y mucho sexo: “Ahora tengo que ir a por eso, profe, tengo 19 años. Más adelante ya miraré otras cosas”, dice ruborizado.
Javier nota que está enamorado cuando tiene ganas de “comerse” a su chica, y cuando no se fija en otras.
Para Salvador estar enamorado es una enfermedad porque te aísla de los amigos y te vuelves loco si te dejan. Conoce chicas que se arañan las muñecas, y cree que eso es chantaje.
Alex prefiere estar con su novia a estar con sus amigos, porque tiene más en común con ella y porque no es fiestero.
—Si os digo que antes masturbarse estaba perseguido, ¿cómo os quedáis? — dice Alan.
—Ya ves, antes te decían que te quedabas ciego —comenta alguno.
—Ahora ya no nos vigilan, pero no es necesario, porque somos los policías de nosotros mismos. Si os digo que mi rabo es enorme y que follo un montón, pensaréis que soy el rey. ¿Y si os digo que soy virgen?
Es poco habitual que una mujer se pregunte cuánto sufrimiento produce la construcción de género en los hombres: tener que ser siempre fuerte, nunca derrumbarse, pelear. “Bastante tenemos con lo nuestro”, podríamos decir. Además, el papel masculino es siempre un privilegio en comparación con las eternas secundarias y las princesas defenestradas.
Pero en este aula se atisba perfectamente otro iceberg: la masculinidad puede ser una camisa de fuerza. La vergüenza por no sentirse cómodo en ella, por odiarla a veces, por nunca poder mencionarla, actúa como fertilizante de la violencia.
—Si una mujer va a la policía y dice que la he pegado, me jode la vida —dice Iván.
—Llevamos casi 800 muertas en una década. ¿No creéis que es normal que las leyes intenten protegerlas? Yo creo que utilizamos estas excepciones para no sentirnos tan mal. Porque claro, nosotros no tenemos la culpa, ninguno de nosotros pegaría a una mujer. Pero somos corresponsables.
—¿Qué significa? —pregunta Jon.
—Es como la polución. Es un problema inmenso que afecta a toda la sociedad. Solemos pensar que nuestro coche contamina muy poco, y que no pasa nada por conducirlo un poquito cada día.
Alan pregunta qué es el respeto, y la clase empieza hablando de cómo se hacen respetar los presos en las películas. En las duchas, con pinchos y alambres, con contrabando de tabaco.
Los alumnos se retuercen en las sillas, tienen ganas de salir al patio.
—¿Eso es respeto verdadero, o es miedo? —pregunta Alan.
—Hay otras formas de respeto —dice Iván—. Yo respeto a mi compañero Rubén, porque me ayuda en clase y le aprecio.
Iván y Rubén se abrazan.
—Yo tengo más respeto por una persona que me cuenta sus problemas que por alguien a quien tengo que defender —sentencia Alex.
Termina el taller, y Alan se despide hablando de su padre.
—Él siempre me dijo que yo podía llorar, pero él nunca lloraba. Me sentó fatal.
—No te tienes que sentir mal. Tu padre lo hace porque te quiere, porque no quiere que sufras —dice Javier.
—Puedo aceptar lo que dices, puede que lo hiciera para protegerme. Pero si él no llora, a mí no me permite llorar.
La intención de este taller es no dar la chapa. Los discursos, cree Alan, no funcionan por sí solos porque son mandatos. Y menos en los jóvenes.
Faltan experiencias propias y nuevos referentes, falta que estos futuros mecánicos y electricistas jueguen con su masculinidad sin sentir que está bajo amenaza.
—No se trata de dejar de ser fuerte. Se trata de poder ser frágil realmente, de tener esa posibilidad —dice Alan.
—Yo soy frágil, profe, con poco me pongo a llorar —dice Iván.
—No sé donde vi que las lágrimas generan endorfinas, que hay tres tipos de lágrimas —dice Rubén.
—Llorar es como ir a correr, como darle a un punch. Al final es lo mismo —concluye Alex.
Una lágrima como punch, por qué no el sentimiento como deporte. Y la vanguardia en un instituto de la periferia industrial catalana.
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