El efecto cascada irrumpe cuando un evento desemboca en una cantidad de consecuencias que no se habían previsto. Los gases de efecto invernadero son un ejemplo de ello: las emisiones calientan la atmósfera, por lo que las capas de hielo del planeta se derriten; pero sin los glaciares, que enfrían la atmósfera, el resplandor del sol no se refleja; en consecuencia, el clima se calienta aún más y los polos se licúan con mayor velocidad. Tan rápido que uno no se da cuenta. O lo que es lo mismo: el efecto cascada es aquel puñetazo que te noquea sin saber muy bien de dónde viene ni porqué –Boom-. El motivo por el cual los científicos, año tras año, han de cambiar sus pronósticos medioambientales. En este caso, a peor. A mucho peor.
En España está aconteciendo otro efecto cascada. Aunque muy pocos políticos quieran reconocerlo, el paro y la precariedad del empleo entre los jóvenes son ese casteñatezo.
Veamos la cadena de impactos:
1er golpe: España es el país de la Unión Europea con mayor paro juvenil.
2ndo golpe: Al no encontrar trabajo, los jóvenes con estudios universitarios migran a otros países.
3er golpe: El efecto de la fuga de talentos, por consiguiente, frena el desarrollo en las áreas más determinantes de la sociedad.
¿Resultado?
Knockout técnico.
Si no hay innovación, no hay crecimiento económico; y si no hay progreso, no hay trabajo para la juventud: efecto cascada. Un mortífero efecto dominó de porrazos y trompadas que termina por derretir nuestra economía, y, por lo tanto, nuestro futuro.
Según la encuesta El Futuro es Ahora impulsada por PlayGround en colaboración con la Universidad y Business School ESIC, la preocupación número uno de los jóvenes en España es el empleo. Sin las cuestiones materiales básicas, los jóvenes no pueden darle prioridad a otros retos. No es que no estén concienciados; es que no tienen la suficiente banda de ancha mental para anteponer la extinción de los osos panda a su propia aniquilación en los juegos del hambre del mercado laboral. Es de cajón. Andan desesperados, cómo no, por el simple hecho de conseguir tener una vida digna. Si queremos que sean los inventores y los visionarios del mañana, aquellos que nos salven de la crisis climática, lo que primero nos proponen es de una sencillez pasmosa: una revolución en el empleo. De arriba a abajo.
Ya.
Tampoco les faltan ideas. En el informe de la encuesta, que presentamos a Meritxell Batet, la presidenta del Congreso de los Diputados, habían sugerencias de todo tipo. Desde una jornada laboral de 4 días, con la que se podría compartir el empleo, hasta una renta básica universal. Con semejante colchón económico, argumentan, podrían encontrar trabajo a la altura de las expectativas; si no, que se lo pregunten a todos aquellos que quieren trabajar en un empleo en prácticas, y no pueden porque no disponen de unos padres que les financien sus trabajos precarios. En este país para trabajar en un empleo afín a los estudios realizados hay que ser rico. De lo contrario, las opciones son dos: camarero o dependiente. Elige “tu propia aventura española”. Pero en versión Magaluf.
Escucha – ‘Generación Futuro’, un podcast que escucha a los jóvenes para cambiar las cosas
¿Y cómo se financia todo esto?
Esa es la pregunta del millón. O del billón, según se mire.
Los defensores a ultranza del mercado libre dirán que es inviable. Creen que la economía se regula sola, a través de una “mano invisible”. Toda intervención del gobierno significaría más deuda, más inflación; por ende, más paro. Otro efecto cascada. Pero en este caso, causado por la ignorancia económica de los políticos de corte progresista. (¡Buenistas!, dicen que son). El mercado, según la misma creencia, sería una maquinaria demasiada compleja como para que fuese intervenida en tiempo real. “Es como si quisieras reparar el motor de un tren, uno que viajase de Barcelona a Madrid.”, me dijo un amigo hace poco, “¡No es posible!”. Por esta razón, ante la crisis económica del 2008, la Unión Europea implantó políticas agresivas de austeridad. Entretanto incontables familias fueron deshauciadas de sus casas, en Bruselas contemplaban la escena callando. Cuando no hay dinero en casa, parecían decirse debajo de aquellos gélidos semblantes, uno debe apretarse el cinturón. El resto sí oímos los gritos y sollozos de los que se quedaban sin su piso desde el patio de vecinos. El suelo, por aquel entonces, parecía temblar.
Pero la economía de un país no es la economía de un hogar. Mientras que en la economía doméstica uno tiene que ahorrar, el estado no tiene porqué. Por ejemplo, en Europa nos podemos endeudar a través de nuestro propio banco central. El deudor es el acreedor. Fácil (en tanto en cuanto se controlen las cadenas de suministros y la inflación, claro está). Ese fue el motivo, precisamente, por el que la economía de EEUU pudo salir antes que Europa de la crisis del 2008. La Reserva Federal hizo de Reserva Federal: estimuló su propia economía emitiendo moneda. El deudor, repito, fue el acreedor.
¿Es que acaso hay alguien que crea que sin la ayuda de los fondos europeos hubiéramos salido del parón económico del confinamiento?
Durante la pandemia aprendimos la lección, o eso parece. El padre del liberalismo económico, Adam Smith, (valga la pena recordar), además de acuñar el concepto de la “mano invisible” del mercado, esa que siempre sacamos a relucir cuando nos indignamos ante la intervención del gobierno, igualmente dejó dicho en el siglo XVIII:
El Estado tiene la responsabilidad de generar las reglas del juego y su cumplimiento. Asimismo garantizar que los miembros del Estado tengan a plenitud sus necesidades básicas: educación, salud, seguridad protectora, entre otros.
Si es que «liberalismo» no es lo mismo que “neoliberalismo”; ni tampoco el dinamismo del mercado es igual al actual necrocapitalismo. Aquel que genera negocio, ya lo sabemos, de las desgracias del otro.
No nos engañemos. Solemos seleccionar las partes que más nos convienen de los discursos de nuestros intelectuales de cabecera. Lo hacemos al mandar un meme de una frase de Gandhi, inclusive al beber el café de una taza en la que pone: “Lo que no te mata, te hace más fuerte. Nietsche”. Probablemente no sean ciertas; y, si lo son, enmascaran más que revelan. Hay un trozo del famoso discurso de Martin Luther King, aquel que dio en las escalinatas del Lincoln Memorial, que los medios de comunicación decidieron omitir por su potencial revolucionario. Todos conocemos aquello de “I have a dream…”; todos, sin importar las filias políticas, nos hemos emocionado al escuchar el clamor del público ante aquellas santas palabras; pero muy pocos conocen la cara oculta de aquella proclama. Y es que le bastó con una sencilla pregunta: “¿Por qué hay cuarenta millones de pobres en EEUU? Cuando te haces esa consulta acabas por cuestionarte la economía capitalista”. Años después, fue asesinado en un hotel de Memphis, Tenessee.
Otra anécdota no muy consabida: su proyecto más importante, al que le dedicó su tiempo antes de su muerte, fue el de la redacción de una propuesta de «Declaración de derechos económicos». El Dr.King, (prepárense), pretendió garantizar el trabajo a aquellas personas que quisieran trabajar; de igual modo, asegurar un ingreso mínimo a las personas que, por las razones que fueran, no pudieran hacerlo. Ni más ni menos. Su plan iba a estar dirigido por el gobierno, focalizado, exclusivamente, en aquellos proyectos cuyo propósito fuera mejorar la vida de la comunidad; en la conservación ecológica, sobretodo, o en proveer asistencia a los mayores. Una visión que, ahora, (prepárense otra vez), cincuenta años después de su fallecimiento, podríamos implementar en España para hacer frente a la crisis climática, inclusive en las futuras crisis sanitarias. Nada más y nada…
Según el informe de Havas Media “Meaningful Brands”, el 71% de los jóvenes preferiría trabajar en empleos que tengan un impacto positivo en la sociedad. ‘The Big Quitting’, o sea, “la gran renuncia”, fue su manifestación a plena luz del día. El pasado mayo en EEUU; para pasmo de economistas, de empresarios y de la clase política; 4,4 millones de personas abandonaron sus empleos debido a la alta precarización. Muchos estaban agotados de trabajar tantas y tantas horas a cambio de un salario mísero. Pero, sobre todo, muchos estaban hartos de dar cumplimiento a empleos que sentían que no servían para nada. Curros, por decirlo eufimísticamente, que de ninguna de las maneras contribuían a mejorar el mundo. El recientemente fallecido pensador David Graeber los llamó por su nombre: bullshit jobs. Los empleos de mierda, conforme a él, serían aquellos trabajos que uno hace sin saber muy bien por qué ni tampoco la clase de bien que hacen a la sociedad. Aquellos que, durante la lectura de este artículo, problamente estéis pretendiendo desempeñar al echar la mañana en el cuarto de baño de la oficina.
Bullshit Jobs, dijo él.
Reiteremos, pues: TRABAJOS DE MIERDA.
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Martin Luther King tuvo una poderosa intuición. 50 años más tarde, éste podría ser su momento. Al garantizar el empleo a la juventud en los sectores de los cuidados y los de la transición ecológica no sólo crearíamos trabajo, sino que podríamos dotar de sentido a toda una generación. Además, por supuesto, de salvar el planeta por el camino. España podría pasar de una economía basada en los servicios a ser una de las puntas de lanza mundiales en el sector sanitario y en la lucha contra el cambio climático. Porque si algo tenemos es sol a raudales; porque si algo debiéramos estar haciendo, urgentemente, es evitar la potencial desertización de la geografía tan seca y árida de este país; porque sería la solución final, ahora se hace harto evidente, a tres efectos cascada:
la laboral,
la sanitaria
y la medioambiental.
Resueltos de un único disparo.
Para terminar, volvamos al polo norte; o más bien, al permafrost. El permafrost, para los que no lo sepáis, son las capas más profundas de las placas de hielo del ártico. Un almacén gigantesco de gases de efecto invernadero, y de virus y bacterias muy antiguas. El efecto cascada, fruto del derretimiento del hielo, terminaría por desembocar inexorablemente en tragedia: la expulsión de estas reservas de gases calentarían, mucho más rápidamente, la atmósfera; y la propagación de estos virus y bacterias, como ya se puede intuir, concluirían por desarrollar nuevas pandemias inimaginables. Peores, si cabe, que la del Covid-19. Un escenario que debemos cortar de cuajo con todo el poder colectivo que nos ofrecen todavía los gobiernos del mundo. Algo parecido al «permafrost» que subyace bajo la crisis del empleo juvenil. La falta y la precarización del empleo de nuestra juventud, si no actuamos ya con la urgencia necesaria, derritiría el pacto intergeneracional que garantiza el bienestar de nuestra sociedad. La escasez de trabajo para nuestros jóvenes, en consecuencia, no podría financiar ni las pensiones ni la educación pública de los niños y adolescentes. El futuro de España, por lo tanto, estaría en vías de extinción. Nuestro futuro se derritiría como un cubito de hielo en pleno agosto.
Sigue en Spotify el podcast basado en la encuesta ‘El futuro es ahora’ que quiere dar voz a la juventud de este país.