Tenía 11 años cuando tuve esta conversación con mi mejor amiga en el patio de la escuela:
—Hoy vino la señora de rojo a mi casa.
—¿Quién?
—La señora de rojo. La que mancha.
—No te estoy entendiendo.
Estaba hablando de mi primera regla, y mi amiga ni se lo imaginaba. Aparte de las breves pistas que profesores y madres nos habían dado sobre la reproductividad femenina, nadie nos avisó de que esto ocurriría tan rápido; nadie compartió con total naturalidad qué significa menstruar y convertirse en mujer fértil.
Y desde el momento en el que menstruamos por primera vez, crecimos con la preocupación de manchar la silla de clase y de que todos se burlaran —¿quién no pidió un tampón o una toalla a una compañera susurrándole al oído como si se tratase de algo ilegal?—
La menstruación se vive a menudo como algo secreto, insólito, que da pavor; pero nada más lejos de la realidad, es algo tan común como comprar un litro de leche en el supermercado. Entonces, ¿por qué niñas en todo el mundo crecen atemorizadas y son orilladas a esconderse y avergonzarse de su propia naturaleza?
Según Malala Yousafzai, la joven activista que lucha por el derecho a la educación femenina, el problema radica en los escasos recursos educativos que existen en los espacios que deberían ser más seguros para las mujeres: hogares y escuelas. Esta carencia —o el exceso de mitos negativos— se traduce en inseguridad y vulnerabilidad, y hace de la menstruación un factor de desigualdad: menos educación, menos oportunidades laborales; menos educación, menos poder de decisión.
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Por otro lado, a través de su fundación, Malala explica que en muchos países las chicas no tienen permitido acceder a la escuela durante su periodo por ser consideradas ‘sucias’ o ‘impuras’. La falta de instalaciones adecuadas para utilizar los productos de higiene menstrual o el acceso limitado a éstos son otros factores que incrementan el ausentismo de las estudiantes.
Sin poder remediarlo, la menstruación es convertida en una amenaza, una barrera difícil de traspasar entre las mujeres y su educación.
Una de cada 10 niñas faltan a clases por no contar con condiciones dignas para su higiene menstrual, lo que puede convertir a una escuela en un lugar adverso y discriminatorio, cuando debería ser cuna del desarrollo durante la pubertad. Este dato revelado por la Unesco pone de manifiesto la lacra personal que soportan los 300 millones de chicas que en este momento están menstruando.
¿Qué ocurriría si el derecho a la educación no fuera impedido por el estigma que ensombrece a la menstruación? ¿Qué pasaría si consiguiéramos normalizar algo que es absolutamente normal? Malala afirma que, más allá de mejorar la vida individual de las afectadas, garantizar el acceso a la educación para toda la comunidad femenina impulsaría a la sociedad y la economía de forma global.
Aquellas mujeres que finalizan los estudios tienen menos probabilidad de casarse o tener hijos a edad temprana; así lo ratifican estadísticas de Unicef en América Latina y el Caribe, donde la tasa de matrimonio infantil se duplica en mujeres que asistieron menos años a la escuela en comparación con quienes cursaron estudios secundarios.
Siguiendo la cadena de acontecimientos esperanzadores, retrasar la maternidad o evitar el matrimonio prematuro abre a las mujeres las puertas del mundo profesional y las aleja de la pobreza individual. Así se favorece la creación puestos de trabajo más diversos y equitativos y, en consecuencia, se forja una sociedad más calificada y competente.
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La educación también actúa como escudo protector contra la violencia de género, porque las mujeres afectadas desarrollan mayores herramientas para detectarla y combatirla.
Entonces, ¿por qué no implementar un currículum educativo que represente y respete la biología humana, que dignifique la idiosincrasia femenina? ¿Por qué segregar a mujeres de hombres —o de cualquier identidad— en el aula y en la salud reproductiva, si en el día a día convivimos colectivamente por un futuro común?
Muchos años de prejuicios y disparidad han entronizado el acto de menstruar como un runrún incómodo detrás de la oreja, como un tabú; pero seguramente ninguna niña se alegra de ello. Menstruar es algo humano, y así debería poder vivirse: de la forma más humana posible.
Reconocer esto y normalizarlo en las escuelas —y en cualquier esfera— significa liberar a millones de niñas de su temor a hacerse mayores; significa alejar a todas las mujeres de la desigualdad. Así, menstruar se convierte en algo de lo que enorgullecernos, en un emblema que nos representa y nos distingue; un lema propio que grita al mundo lo que somos y damos como mujeres: vida.
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