Cecilia y sus hijas fueron un día a una tienda de hamacas. Cecilia quería comprar una nueva después de que la anterior quedara atrapada en el patio del vecino. En un momento concreto, la mujer preguntó a la dependienta dónde comprar el enganche específico para pegar la hamaca a la pared. La dependienta le contestó que lo encontraría en cualquier ferretería. Y luego insistió en que lo comprara en una ferretería y no en una «tienda de chinos». “En los chinos todo es de mala calidad”, dijo.
Cecilia Tham reside en Barcelona, pero es nacida en Hong Kong. Tham enmudeció. No era la primera vez que oía en Barcelona la descripción «tienda de chinos» para denominar a un bazar. Pero esa vez le molestó más. La dependienta trató torpemente de recular. A su lado, las dos hijas de Tham, de 5 y 9 años, esperaban a que su madre pagara la hamaca para salir del lugar.
De camino a casa:
– Yo soy china, ¿verdad, mami? ¿Entonces significa que los chinos son de mala calidad? ¿Eso significa que yo soy de mala calidad?
No debe ser agradable tener que explicar a tu hija que no hay personas de mala calidad. La primera vez que Tham escuchó el término «tienda de chinos» fue en Barcelona. Ella admite que son tiendas de objetos baratos masivamente regentadas por personas de origen asiático. “¿Pero de ahí a reducir una etnia o nacionalidad a un tipo muy concreto de tienda? Es ofensivo”. Tham lo denunció en su Facebook y le pidió a sus amigos catalanes que dejaran de hacerlo, así como llamar ‘paki’ a los supermercados o colmados. Muchos le contestaron que era una exagerada.
¿Pero cuánto hay realmente de exageración? El lenguaje, aun de forma inconsciente, asienta estereotipos. Estigmatiza, incluso aunque lo hagamos sin darnos cuenta o sin ser deliberadamente racistas. Hablar de este tipo de tiendas asocia una etnia a un único relato. Ellos venden cosas baratas. Ellos trabajan en supermercados. Ellos y nosotros.
La activista Chimamanda Adichie lo denuncia en su discurso El peligro de la historia única. El peligro de simplificar la historia y la diversidad de unos a conveniencia de los privilegios de otros. También se resume en el libro de ensayos Culture & Imperialism de Edward Said, sobre el racismo y el pensamiento de las excolonias y los países imperialistas. La distinción entre nosotros (us) y ellos (them) señala al otro como el diferente y por tanto se le separa y se le excluye.
Kiron, 37 años, y Parves, 40, viven en Barcelona desde hace una década y tienen un supermercado en pleno centro del Raval. Kiron me explica que a él no le ofende tanto que le llamen “paki”, principalmente porque ni siquiera lo es. Kiron, al igual que Parves, es de Bangladesh. El segundo, que está colocando mandarinas, se une animado a la conversación: “No nos molesta porque ni siquiera lo somos, pero ve a preguntar a un pakistaní, seguro que su cara cambia de color”, explica. “Es mejor decir el nombre completo, pakistaní o bangladesí, no ‘bangla’ o no ‘paki”, espeta Kiron. “El problema es quién lo dice y cómo. No es lo mismo entre amigos, así no pasa nada. Pero otra persona, no. Eso toca, toca”, contesta apuntando con el puño al corazón. Al igual que pasa con otros conceptos como “nigger”, no es lo mismo si se pronuncian en una relación de igual a igual que si los pronuncia otro ajeno.
“Es muy perturbador que alguien vea la piel marrón y llame al otro p * ki sin saber ni de dónde es ni conocerlo. Para mí es problemático sin lugar a dudas porque pone el foco en su origen, algo que es absolutamente irrelevante para ellos que están trabajando en una tienda de comestibles”
En el Reino Unido, llamar ‘paki’ a un descendiente pakistaní es directamente un insulto. El término se empezó a utilizar por primera vez a mediados de los 60 en mitad de la creciente ola de inmigración y en un clima de gran hostilidad. Los abusos y el racismo hacia las antiguas excolonias británicas permeó con vehemencia en el lenguaje. El diminutivo tenía —y sigue teniendo hoy— una gran carga racista. Aunque en España el término no genera ese mismo rechazo, se utiliza igualmente para nombrar de forma indistinta a pakistaníes, indios o bangladesíes. De nuevo, homogeneizamos desde la pereza de cambiar el lenguaje, y también desde la ignorancia.
Entro en la tienda de Zakiu, a pocos metros de la de Kiron y Parves. Él tiene 25 años y es de Pakistán. Zakiu tiene una de esas tiendas con un gran rótulo en rojo en el que se lee Super Alimentació adornado con lucecillas. No importa el gran rótulo ni las lucecillas. Le seguimos llamando igual. Zakiu me explica que a veces escucha a clientes hablar por teléfono en la tienda y oye aquello de “estoy en el paki, ahora subo”. Se ha acordado tan rápido de esa anécdota que me impacta. Trato de revisar muy rápidamente en mi cabeza si alguna vez lo habré hecho yo. Nunca se lo han dicho directamente a la cara.
“Es muy perturbador que alguien vea la piel marrón y llame al otro p * ki sin saber ni de dónde es ni conocerlo. Para mí es problemático sin lugar a dudas porque pone el foco en su origen, algo que es absolutamente irrelevante para ellos que están trabajando en una tienda de comestibles”, explica Kali Sudhra, canadiense de ascendencia india afincada en Barcelona y activista antirracista. No es lo mismo emplear el calificativo “japonés”, “italiano” o “gallego” para referirse a un restaurante de comida específica de ese lugar. Ahí la nacionalidad es relevante porque aporta algo. En el resto de casos, no.
“La palabra p*ki es ya una calumnia racista contra todas las personas racializadas que hemos estado peleando desde hace años. Creo que en general la gente es vaga a la hora de cambiar el idioma porque eso les afecta y para mí eso es el privilegio llevado al extremo”, denuncia. En Canadá, el término «paki» también se considera un insulto racista. “La primera vez que lo escuché aquí estaba horrorizada, pensé que era una broma”, crítica Sudhra, quien añade que tiene esta discusión con sus amigos españoles cada maldita semana. “Ellos no lo quieren admitir, pero están contribuyendo al racismo usando esas expresiones”.
Sudhra aporta unas cuantas ideas para reemplazar esas expresiones: supermercados 24 horas, minimarkets, colmados, ultramarinos, tienda de la esquina (traducción del término inglés corner shop)… Y otras más: bazares o todo a 100 para las tiendas de objetos baratos. Sudhra no pronuncia ni una sola vez la palabra “paki” durante nuestra conversación. Solo eso, dice, le resulta doloroso y le hace sentir incómoda.
“La palabra p*ki es ya una calumnia racista contra todas las personas racializadas que hemos estado peleando desde hace años. Creo que en general la gente es vaga a la hora de cambiar el idioma porque eso les afecta, eso es el el privilegio llevado al extremo”
Por supuesto hay un cambio generacional a la hora de percibirlo entre jóvenes y adultos. Rabi Alam tiene 19 años y acaba de poner el bar Café Social Encuentros en el barrio de Lavapiés (Madrid). Es bangladesí y llegó a España con 12 años. Su padre es dueño de dos fruterías, también en el barrio. “A mí padre, por ejemplo, no le molesta. Pero a mi sí porque creo que es una coletilla racista. Si me lo dicen conocidos o amigos, no hay tanto problema. Pero otra gente sí me causa problemas. A veces, incluso, te lo dice misma gente racializada”, explica.
Alam me cuenta que su bar se llama de segundo nombre “intercultural” porque en Lavapiés “mucha multiculturalidad, pero de integrados nada. Somos unos 4.000 bangladesíes y nos relacionamos entre nosotros. Mis amigos son de Bangladesh. Yo en mi bar intento que venga todo el mundo”.
Desde que abrió el Café Social, hace 9 meses, ya ha tenido que expulsar a cuatro personas por comentarios racistas. Desde “muñeco de importación” a “¿Qué tal, Apu?”, en referencia a un personaje de los Simpson.
Apu es, como no podía ser de otra forma, propietario de un “badulaque” (o “mini supermercado”), término, por cierto, que hacía referencia antiguamente un tipo de afeite o a un guiso (chanfaina). La llegada a España de Los Simpsons recuperó la palabra.
El documental The Problem With Apu, de Hari Kondabolu, reflexiona precisamente en torno a ese personaje de los Simpson y cómo ha calado entre el imaginario de los migrantes del sureste asiático que viven o ya han nacido en Estados Unidos. Y lo hace desde el punto de vista de un fanático de la serie.
El documental no demoniza la serie (cuyo valor precisamente es que retrata la sociedad americana a partir de estereotipos) ni por supuesto a Apu (es uno de los personajes más queridos), sino que se fija en la unidimensionalidad del personaje a lo largo de los casi 30 años de los Simpson. Salvo en un episodio en el que aparece su sobrino, Apu es la única representación de los migrantes asiáticos en Estados Unidos. No hay otro retrato posible. La voz de Apu, además, sigue siendo la de un hombre blanco, Hanz Azaria.
Algunos no lo ven como una ofensa tan grave. O siemplemente ya se han acostumbrado. Como Madam y Kriti, una pareja nepalí con un bebé de unos dos años. Regentan un supermercado. “Se creen que todos somos chinos, eso sí”, espeta el matrimonio. Luego, me dicen que “están bien y que para ellos no es problema”. Me explica que a veces su hijo mayor le pregunta “¿Por qué nos dicen chinos si no lo somos?”. O Havid, 50 años, y Umar, 18, padre e hijo de Pakistán que trabajaban en un súper de Sant Antoni (Barcelona). Havid se sonríe por debajo del bigote y me dice “que está todo bien y que como siempre hay buenos y malos”. De fondo, le interrumpe su hijo Umar, que está descargando unas cajas: “¡Hombre, pero siempre podría ser mejor! ¡Yo prefiero que nos llamen supermercado!”.
Otro colmado vecino, el de Hassan, 60 años, me dice, luego de pensarlo un momento, que lo de paki “no le parece lo más ofensivo”. Se queda un rato pensando: “Mientras no me llamen paki, paki / paki chulo” [hace referencia a una combinación en tono burlón entre el término con una canción reggaeton]. Le pregunto, incrédula, si eso le ha pasado. Y me contesta que sí, más de una y dos veces.
Rifat, de 19 años, se entretiene en la caja de otro supermercado mientras mira un vídeo en su móvil. “El problema es que nos llamáis pakis y a veces ni lo somos. Yo, por ejemplo, soy de Bangladesh. O también puede ser que sea un negocio de un pakistaní y que trabaje un español, por ejemplo. Cada vez hay más negocios de esos”, sugiere. “Pero bueno, es tan común que ya te acostumbras”.
“Hay una especie de autocomplacencia respecto a este tema, e incluso entre nosotros mismos cuando sacamos el tema. Nos decimos: ‘hombre, no es para tanto’ o ‘no es problema’. Pero para mí esa es una de las consecuencias más perversas del racismo: cuando la persona sujeta a esa desigualdad compra el argumento de que es natural y que no pasa nada”, explica en el documental Assif Mandvi, corresponsal The Daily Show.
Estamos contribuyendo de forma inconsciente a estigmatizar la población. Esos comentarios destilan prejuicios. Se impide que se genere un elemento de cercanía y una rica convivencia. Se trata de comentarios que hace la mayoría de la población, no la minoría racista
“Estamos contribuyendo de forma inconsciente a estigmatizar la población. Esos comentarios destilan prejuicios. Se impide que se genere un elemento de cercanía y una rica convivencia”, explica Dani De Torres, experto en el Consejo de Europa en Interculturalidad e impulsor de la plataforma Antirumors Global. “Es interesante poner el foco también en estos expresiones usuales porque se trata de comentarios que hace la mayoría de la población y no una minoría racista”. De Torres admite que estos comentarios extendidos los hacemos todos y todas, por eso “lo más interesante es escucharlos a ellos: a algunos les resultará más o menos ofensivo, pero tenemos que saber cómo les afecta. Nosotros los hacemos sin darnos cuenta”.
El director del documental The Problem With Apu razona en una entrevista en el The Huffington Post la importancia y el impacto de ciertos constructos estereotipados. “El racismo no aparece por arte de magia”, agrega. Es consecuencia de un legado mucho más amplio basado en esos mismos estereotipos. “Te dan una sensación de poder sobre ellos. Tú eres más inteligente. Tu eres mejor que ellos. Tú encajas y ellos no”.
Para De Torres también es una cuestión de “mantener, crear vínculos y fomentar la convivencia” y eso se hace también a través del lenguaje. “Si no tenemos contacto con chinos y lo más cerca que estamos de ellos es decir ‘voy al chino’, estamos contribuyendo poco o nada a que exista una convivencia basada en la igualdad”. También hay otro componente, sugiere: “En el fondo sabemos que no está bien del todo cuando no solemos utilizar esas mismas expresiones delante de ellos… Nos lo ahorramos, nos contenemos. Es como si, en el fondo, supiéramos que está mal”.
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