Una alarma antiaérea suena mientras se abre la puerta de un refugio. Dentro, la cámara enseña un espacio hostil con sacos de dormir en el suelo, cunas y provisiones de alimentos poco apetecibles. Mujeres con bebés y algunos hombres cargando bolsas se distribuyen por el refugio. Por encima de las imágenes, se oye una voz. “Biotex está preparada para proteger a las madres por subrogación y a los recién nacidos de nuestros clientes en caso de que el ataque de Rusia contra Ucrania empezase mañana”. Son las palabras de un abogado, representante de una de las mayores compañías de vientres de alquiler que operan en Ucrania y que da servicio alrededor del mundo.
Así comienza un vídeo, grabado hace dos semanas, cuyo fin es tranquilizar a los clientes ante una inminente guerra, que tal y como pronostica la empresa, empezó a los pocos días. Podemos imaginar fácilmente cómo se desarrollaron los hechos: en el mejor de los casos, la inquietante promesa del anuncio se habrá cumplido y a día de hoy muchas mujeres embarazadas vivirán encerradas en un búnker, durante el tiempo que BioTexCom considere necesario para cumplir con los contratos y asegurar que pueden entregar el producto a sus clientes.
El lenguaje es duro porque las imágenes lo son. No debería sorprender que un vídeo cuyo fin es transmitir seguridad a los compradores –algo así como una garantía en tiempos de guerra– no se moleste en mostrar unas condiciones casi inhumanas para una mujer embarazada: ni está dirigido a ellas, ni son un producto que necesite un buen packaging. Lo que les importa a los clientes de BioTexCom es la vida del bebé: pagan para que las mujeres estén lo suficientemente bien como para que sus hijos nazcan sanos. No resulta relevante si sufren dolores de espalda durmiendo en el suelo, si tienen que separarse de sus familias en mitad de una guerra o qué futuro tendrán una vez hayan dado a luz.
Para entender cómo se llega a esta situación de desprotección extrema es necesario poner en contexto este negocio. Actualmente, las empresas de subrogación ucranianas poseen más de una cuarta parte del mercado mundial. El segundo país más pobre de Europa (un 33,9% de la población vive en el umbral de la pobreza) es la meca de la explotación reproductiva. Hasta 2015, los destinos low cost más frecuentes eran India, Tailandia o México. Pero tras varios escándalos relacionados con la vulneración de derechos humanos, estos países prohibieron los vientres de alquiler o vetaron la práctica a extranjeros. El negocio se trasladó entonces a Europa del Este y especialmente a Ucrania.
Para los españoles que recurren a esta práctica, la ex república soviética es su país favorito. Al tratarse de una práctica prohibida en nuestro país, el éxito ucraniano es fácil de explicar: el desembolso por alquilar un vientre allí es de unos 30.000 euros, frente a los 100.000 que puede suponer en Estados Unidos. Esto también hace que la situación de las ucranianas sea especialmente vulnerable: las empresas les pagan de 6000 a 12.000 euros, mientras que el resto del dinero se lo queda la compañía para sufragar, según explican, los gastos de los contratos, la estancia de la pareja y la implantación del embrión. Aunque es difícil obtener datos oficiales por la opacidad del negocio, se estima que cerca de 2000 mujeres se someten cada año a esta práctica para solventar necesidades económicas –menos del 2% de los acuerdos son altruistas–.
“Si en un contexto de normalidad la subrogación es una experiencia violenta, en la que las madres de alquiler viven sus embarazos disociadas, sin ningún control sobre sus vidas y su propio embarazo desde que firman el contrato, ahora será aún más terrorífico”, explica Ana Trejo, fundadora de la red Stop Vientres de Alquiler, en una conversación con Playground. “Hay que recordar que durante los meses de confinamiento, las madres de alquiler ucranianas denunciaron situaciones de maltrato ginecológico, abuso y abandono, atención médica deficiente y cesáreas obligatorias. Todo esto se va a repetir y en mayor escala, debido a la guerra”.
En realidad, como recuerda la autora de –autora del extenso informe En el nombre del padre– la invasión rusa solo ha puesto de relieve una situación que es intrínseca a las dinámicas del negocio: “Serán las clínicas y agencias quienes van a tomar todas las decisiones, porque esa es la naturaleza del contrato de subrogación, el control absoluto de la vida de la mujer. Así, en este contexto de guerra, decidirán si se las llevan a un búnker, las envían a otros países de la zona a parir o acaban con los embarazos haciéndolas abortar”, continúa Trejo.
“El negocio de la explotación reproductiva siempre está por encima de la vida de las mujeres y los bebés. La vida de las mujeres y los bebés poco le importan a las clínicas y agencias, que aunque se hacen llamar intermediarias, son las responsables directas de impulsar un negocio multimillonario que se estima alcanzará los 39.000 millones en 2027”.
Las razones que aporta Trejo no responden a una opinión minoritaria, sino que concuerdan con los datos presentados por las principales instituciones políticas del continente. En 2015, 2017 y 2021, el Parlamento Europeo señala, en su Informe anual sobre los derechos humanos y la democracia en el mundo, que esta práctica es contraria a la dignidad humana de la mujer, ya que su cuerpo y sus funciones reproductivas se utilizan como una materia prima. Por su parte, el informe sobre gestación subrogada de la Relatora de la Asamblea General de Naciones Unidas afirma que las personas no pagan a la madre de alquiler por los servicios de gestación, ni pagan a la agencia o la clínica por los servicios de intermediación, sino por el “traslado jurídico y físico del bebé”. Es decir, la transacción económica tiene por objetivo último la obtención de la criatura en las mejores condiciones.
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A pesar de esta obvia situación de vulnerabilidad para las mujeres embarazadas, la mayoría de noticias en relación a los vientres de alquiler que han salido en grandes medios de comunicación se refieren al drama y la angustia que viven quienes han pagado por un bebé y no saben en qué condiciones se encuentra. Ahora mismo hay al menos al menos diez parejas españolas que están esperando a que las gestantes ucranianas se pongan de parto en los próximos días. Si conocemos el dato es porque muchas han recorrido programas de televisión para contarlo y denunciar su situación. Manuela, por ejemplo, explica en El Confidencial que su gestante contratada está ingresada en un sótano por seguridad. “Nos dicen que está bien y controlada, pero no tenemos acceso directo a ella”. A continuación, le pide al Gobierno español un salvoconducto para recoger a su bebé. “Son recién nacidos vulnerables y necesitamos poder protegerlos”. Sobre la salud y vida de la madre, por supuesto, no existe preocupación alguna: ni tan solo se menciona.
“Sin duda, defender los Derechos Humanos de las mujeres y los bebés no genera tanta audiencia”, expone Trejo, que considera “vergonzoso” que los medios colaboren en retransmitir “este sucio mercado dando de voz y palmaditas en la espalda a personas que han explotado a mujeres y han comprado a un ser humano recién nacido”. Según su punto de vista, lo grave es que no se muestre que “a muchas de estas mujeres no les pagarán lo prometido, parirán en establecimientos inadecuados, y en muchos casos la atención médica será deficiente poniendo en peligro su vida”.
La preocupación por el devenir de estas madres va mucho más allá de la urgencia del presente, y de una situación bélica cuyas consecuencias no acabarán cuando acaben los bombardeos. “La industria de los vientres de alquiler se moverá rápido y tratará de ocultar los abusos y escándalos, no perderán mucho dinero durante esta guerra. De hecho, proporcionará más mujeres a las que explotar”, expone con dureza. “La mafia reproductiva trasladará el negocio rápidamente a otros países, incluidas las mujeres, los embriones de los compradores, la tecnología que necesiten y los lobbys de presión y propaganda”.
Quizá podríamos pensar que este pronóstico es demasiado lúgubre. Que hablar de “mafia reproductiva” es una exageración. O que bajo los misiles rusos, el futuro de estas mujeres no será muy diferente del de otras tantas víctimas de Vladimir Putin y el imperialismo ruso. Pero después de haber visto y escuchado el aséptico anuncio que promete encerrar a mujeres embarazadas para asegurar que cumplen con su labor reproductiva, parece evidente que la más dura de las palabras se queda corta frente a esta nueva distopía patriarcal del capitalismo.
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