El día 26 de abril de 1978 unos policías llamaron a la puerta de casa de Kevin Strickland, un chico de 18 años, mientras él estaba cuidando de su hija de seis meses mientras su novia iba al médico. Querían saber si estaba relacionado con un triple homicidio ocurrido la noche anterior en un barrio obrero de Kansas City.
A pesar de que ya había dos hombres que se declararon culpables, Vincent Bell y Kim Adkins, la única superviviente de la tragedia, Cynthia Douglas, aseguró que existía otra persona. Cuando la pusieron frente a la fila de sospechosos, ella señaló a Kevin Strickland, a quien conocía del vecindario. No sirvió de nada que tuviera coartada ni que los otro dos asesinos jurasen que él no tenía nada que ver. A partir de ese día se convirtió en el recluso número 36.922.
Hubo dos ocasiones para juzgar su inocencia. El jurado del primero juicio estaba formado por una sola persona afroamericana que nunca llegó a considerar que fuera culpable: el juicio se suspendió y no hubo veredicto. El segundo era blanco en su totalidad y, ante el miedo que despertaba la oleada de violencia que se estaba desatando esos años en el país, decidieron enviarle a la cárcel sin pruebas suficientes. A nadie pareció importarle la injusticia que se estaba cometiendo contra aquel joven negro.
Meses después, la misma Cynthia Douglas admitió que había sufrido presiones policiales y que se arrepentía de haberle acusado. Creía haberse equivocado señalándole. En 2009, escribió una carta a The Innocence Project, una plataforma de abogados que trabajan en la exoneración de inocentes: “Estoy buscando información sobre cómo ayudar a una persona que ha sido condenada erróneamente. Yo era la única testigo y entonces las cosas no estaban claras, pero ahora sé más y quiero ayudar a esta persona”.
Hasta en 17 ocasiones, Kevin Strickland pidió su liberación, pero no fue hasta el pasado 23 de diciembre que su caso fue resuelto.
43 años después ha salido de la cárcel por un crimen que no cometió. Su historia es la de una de las penas erróneas más largas de Estados Unidos.
Lleva tanto tiempo entre rejas que sigue llamando a su habitación «celda», a su cama «litera» y sigue esperando a que el timbre del desayuno suene por las mañanas para levantarse de la cama. No reconoce la ciudad de Misuri donde creció, todo ha cambiado desde que era libre. Sus padres murieron, a su hija la ha visto muy pocas veces, su novia se casó con otro hombre y sus hermanos se distanciaron de él.
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Él todavía no se cree que ha salido: «Sé que estoy despierto, pero no dejo de pensar que alguien me va a zarandear y decirme que no, que estoy soñando, que me han tomado el peli, que sigo en prisión», explica en una entrevista con El País. Además, admite que solo se rodea de animales porque no sabe cómo relacionarse con gente «normal».
La vida en prisión para él fue, por supuesto, muy complicada. Intentaba no saber nada del exterior: nada de política, sucesos de actualidad ni publicidad. Desconectar del mundo exterior ha sido su forma de sobrevivir.
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