¿Alguien cree que las empresas Big Tech están trabajando por un mundo mejor? ¿Que sus plataformas profundizan las conexiones humanas? ¿Que la inteligencia artificial resolverá la crisis climática? ¿Que ofrecerá soluciones a la pobreza? ¿Alguien?
Ojalá que sí, porque siendo bien francos, buena parte del destino de la humanidad se deriva de decisiones tomadas en Silicon Valley. El cibercinismo no tiene futuro.
Tampoco se trata de confiar a ciegas ni de agregar microchips a la triada de Platón: Verdad, Bondad, Belleza y Tech.
Al menos una dosis de optimismo tecnológico es vital para alejarnos de las fantasías distópicas y construir un buen futuro, pero no puede sustentarse sólo en promesas de CEOs sonrientes ni en nuestra buena fe.
Todos hemos escuchado el marketing alegre sobre cómo las redes sociales nos conectan con nuestros seres queridos, pero también sabemos que esas mismas plataformas se lucran con nuestra data personal —con o sin nuestro consentimiento.
Todos hemos escuchado las mil y una formas en que la inteligencia artificial podría transformar el mundo y mejorar nuestras vidas, pero también sabemos que ya hay gente utilizándola para eliminar empleos, para cometer fraudes, para crear deep fakes políticos o sexuales.
Es verdad, muchas veces entre los early adopters de la tecnología destacan criminales, pornógrafos y misántropos en general. Pero también hay gente brillante con ideas para cambiar el rumbo.
Uno de los primeros momentos en que la inteligencia artificial cruzó camino con la cultura pop ocurrió en los 90, cuando el campeón ajedrecista Garry Kaspárov fue derrotado por una computadora.
Poca gente, dice Kaspárov, sabe como él lo que significa que el trabajo de toda tu vida se vea amenazado por la tecnología. Pero con el paso de los años, su mirada al respecto no es negativa: “La solución no es tener menos tecnología, sino mejores humanos”.
Y parte de tener una mejor humanidad —eso lo digo yo— pasa por demandar una mejor tecnología.
La industria tecnológica nos ha transformado desde el siglo 19 y, de forma mucho más acelerada, desde la masificación de internet. No importa si te gustan o si consumes Facebook, Instagram, TikTok, Snapchat o YouTube: este mundo es otro desde su existencia.
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Y justamente por su impacto en las vidas de miles de millones de personas, estas plataformas pueden representar un primer paso para transformar cómo nos relacionamos con la industria tech.
¿Es posible tener algoritmos “buenos”? ¿Algoritmos cuyo objetivo sea nuestro bienestar y no monetizar con nuestra atención?
Un profesor de políticas públicas de la Universidad de Massachusetts Amherst emprendió una batalla legal para que las personas tengan mayor control de qué quieren y no quieren ver en redes sociales.
Con apoyo del Instituto Knight de la Primera Enmienda de la Universidad de Columbia, Ethan Zuckerman acaba de demandar a Meta para que permita usar extensiones en Facebook para dejar de recibir contenido que consideres nocivo.
“Las compañías de social media pueden diseñar sus productos como quieran, pero los usuarios tienen el derecho de controlar su experiencia”, dijo Ramya Krishnan, uno de los abogados del instituto.
Los algoritmos importan. La forma en que priorizan contenidos tiene efectos en el mundo real porque las redes sociales, de hecho, inciden en el mundo real. Tienen un efecto en lo que millones de personas saben y sienten.
En otra iniciativa realizada a principios de este año, el Centro para una Inteligencia Artificial Compatible con Humanos lanzó una convocatoria que ofreció 60 mil dólares a desarrolladores que creen algoritmos enfocados en el bienestar social y personal.
Ya conocimos los algoritmos diseñados para causar adicción, ya conocimos algoritmos diseñados para hacer minería de nuestros datos. No nos vendría mal conocer algoritmos “buenos”. El cibercinismo no tiene futuro.
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