Durante el confinamiento muchos tuvimos la sensación de que nuestras cabezas estaban a punto de estallar. Las cuatro paredes del piso parecían palpitar y la sensación la de que algo terrible pronto iba a ocurrir contagiaba el ambiente. Cada hora, cada minuto. Los que pudieron refugiarse en el campo encontraron solaz al estrés y la ansiedad. Pero los que no, tuvimos que conformarnos con vivir en una jaula, nuestro piso, dentro de otra jaula, la ciudad, en el interior de otra jaula: un mundo confinado.
El 54% de la población mundial reside en ciudades. Diseños urbanísticos destinados al crecimiento económico, las urbes históricamente fueron la promesa de nuevas oportunidades para aquellos que malvivían en el campo. Sin embargo, ese cambio social no sólo trajo el progreso, sino adicionalmente algo que no se pronosticó: el incremento de las enfermedades mentales. Las ciudades contemporáneas aumentan un 40% las posibilidades de tener depresión y un por dos la esquizofrenia. Cuando miras al cielo por la noche y ya no puedes contemplar las estrellas –en otro tiempo un mapa astral que guiaba nuestra existencia– es normal sentir que ya nada tiene sentido.
Según la encuesta El Futuro es Ahora impulsada por PlayGround en colaboración con la Universidad y Business School ESIC, la segunda preocupación de los jóvenes en España, tras el empleo, es la vivienda. Sin un trabajo o un salario digno no pueden pagar el costo del alquiler. Ni mucho menos pensar en comprar. Si a eso le añades el descontrolado ascenso del precio del alquiler, tienes a una generación entera compartiendo piso (con lo que eso significa en esta época pandémica y de teletrabajo) o viviendo con sus padres en la casa familiar. Otra jaula, ésta hecha a base de humillación y de madurez retardada. Normal, entonces, que España sea uno de los países de la Unión Europea con mayores trastornos psicológicos entre los jóvenes.
¿La vuelta al campo es la salvación? Ante un mundo asediado por los efectos del cambio climático, es tentador creer en el maniqueísmo del campo contra la ciudad
El diseño urbano es político. Nuestras ciudades, según estén planificadas, pueden ser más o menos segregativas, más o menos contaminantes o más o menos patológicas. Se sabe que un joven que no disponga de un cuarto para poder estudiar tendrá mayores dificultades en los estudios. O que un barrio altamente contaminado, en una zona empobrecida, hace descender 3,4 puntos del coeficiente intelectual de sus residentes. Asimismo, aquellas calles con un aumento de árboles consiguen frenar la depresión y la ansiedad. La clara demostración de que, con un diseño que ponga al humano y al medioambiente en el centro, se pueden mejorar las cosas.
¿Es entonces la vuelta al campo la salvación? Ante un mundo asediado por los efectos del cambio climático, es tentador creer en el maniqueísmo del campo contra la ciudad. El mito de la torre de Babel aún resuena en la mente de muchos neoreacionarios que ven en el retorno a un mundo pre-urbanizado la redención para una humanidad atormentada por sus pecados. Incluso los diseñadores urbanos caen en semejante mesianismo. Con el propósito de frenar el cambio climático, en la actualidad se están planteando proyectos urbanísticos que prometen resolver de una vez por todas nuestros problemas. Tales como la creación de grandes anillos de bosque que rodearían concéntricamente las ciudades. Pero son demasiado costosos de construir. Por no decir dudosamente eficaces.
En vista de que ya no podemos aspirar a vivir en la “naturaleza”, dado que sería insostenible con una población de ocho mil millones de personas, podríamos hacer que la naturaleza invada nuestras ciudades. Proyectos como las “súper islas” del Ayuntamiento de Barcelona persiguen ese cometido. Algo tan sencillo como peatonalizar tu propio barrio y sacarle los coches. Tan esencial como salir y respirar el aire gracias a la plantación de nuevos árboles. Algo, si cabe, tan urgente para nuestra salud mental como la de pinchar nuestra burbuja individualista y llamar por su nombre a los vecinos en las zonas comunes donde antes solo habían coches. Aquellos residentes que, días antes, sólo eran fantasmas con los que te cruzabas y hacías ver que no los habías visto.
En las horas más oscuras del confinamiento llegué a pensar que íbamos a perder la cabeza. Mi pareja y yo nos turnábamos para salir a hacer la compra y pasábamos el día acurrucados en las ventanas con el deseo de que nos diese un poco el sol. Hasta que me sumé al movimiento WePark. Al igual que un flashmob, el WePark consistía en acciones tácticas de guerrilla urbana que permitían, a todos aquellos que no disponíamos del lujo de una segunda residencia, pasar el rato en la calle. En las zonas de aparcamiento de coches pusimos mesas y, al igual a un WeWork, compartimos espacio de trabajo con otros vecinos. Un chaval de 32 años, que vivía con sus dos hermanos y sus padres en un piso de ochenta metros cuadrados, me dijo: «no tendremos la pasta suficiente para pagarnos un alquiler o irnos al campo, pero sí el ingenio para hacer de la calle algo parecido a nuestro hogar. Aunque sólo sea durante un par de horas al día». Sonreí. Sin embargo, sigo sin saber muy bien por qué…
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