Cuando en el hospital le estaban quitando su ojo derecho, se acordó de su amigo The Six Million Dollar Man. Aquel popular superhéroe de los 70, que había sido su compañero fiel en la infancia, encarnaba a un cíborg que había perdido las piernas, el brazo y el ojo en un horrible accidente.
Rob Spence, un adulto de entonces 34 años y director de cine, se vio en medio de aquella sala llena de bisturís, con un agujero y una cuenca vacía en medio de la cara que le recordaba al que los fabricantes de juguetes le habían hecho al muñeco de Dollar Man para que los niños miraran a través de él.
“Los ojos no son como cualquier otra parte del cuerpo”, relata por Skype desde Canadá, su país natal. “Son una ventana al mundo y con los que miras a la persona de la que te enamoras”.
Spence no dejó inútil su hueco vacío: colocó una pequeña cámara de vídeo inalámbrica dentro de su ojo protésico. La quería. Sabía que la intervención quirúrgica en la que le extirparon el órgano suponía el inevitable desenlace de un suceso que había ocurrido de crío durante una visita a sus abuelos de Irlanda del Norte. En ese viaje, cogió la escopeta del granero, apuntó a un montón de estiércol y apretó el gatillo con el arma demasiado cerca de su ojo derecho. Le cegó, y el mundo que captaba por ese lado se oscureció progresivamente.
Aunque no conectó su ojo artificial a su cerebro, debido a que su globo ocular izquierdo estaba intacto y la tecnología que devuelve la visión concede una vista todavía precaria, en blanco y negro y borrosa como las imágenes de los vídeos que solían captar los drones en la guerra de Irak, algunos dicen que Rob representa el híbrido en el que los más futuristas auguran que nos convertiremos.
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Humanos con implantes biónicos que no solo pueden suplir una discapacidad y ser la pierna, la mano o el hueso que falta. También pueden proporcionar una evolución a la carta otorgando la posibilidad de escuchar sonidos que ahora no oímos, poseer otros sentidos o conectar nuestra mente directamente con un ordenador.
“A todos los que queráis seguir siendo humanos, debo deciros una cosa: en el futuro, seréis una subespecie”, pronosticó el profesor de cibernética y primer cíborg del mundo Kevin Warwick.
Entre parpadeos, Rob, que es un eyeborg, puede grabar todo lo que entra en su campo de visión durante 60 minutos. Transcurridos, se agota la batería, se extrae su prótesis y la pone a cargar.
Rob suele llevar un parche pirata y no acostumbra a ponerse su ojo biónico en restaurantes, parques o bares. Lo utiliza para entretenerse, o para trabajar: grabó un documental con él, Deus Ex: The Eyeborg, de 12 minutos. Sin embargo, del cíborg Steve Mann se conoce que fue expulsado violentamente de un McDonald’s de París por tener en su cara un dispositivo similar. Mann, profesor de Ingeniería de la Universidad de Toronto, lleva instalado en su cráneo un sistema que le permite ver en realidad aumentada con unas gafas que capturan fotos y vídeos. Durante esas vacaciones en Francia con su mujer y sus dos hijos, trascendió que los empleados de la cadena de fast food le sacaron del local alegando que violaba la privacidad del resto de personas.
“El error está en no pensar que es lo mismo que una cámara de móvil. Al hallarse escondida en un ojo puede ser menos obvia para los transeúntes, pero la tecnología es la misma. ¿Por qué entonces mayor temor a un ojo biónico?”, se cuestiona Ian Brassington, profesor de Filosofía, Derecho y Ética de la Universidad de Manchester.
Tras los atentados del 11-S, las cámaras de seguridad proliferaron en las paredes de las calles de todo el mundo. Voces críticas con el aumento de la vigilancia juzgaron que la perversa distopía imaginada en 1984 podía hacerse real. Pocos intuyeron entonces que había que tenerle más miedo a los Little Brothers que al Big Brother.
“¿Cuántos problemas te han dado las cámaras de seguridad?”, me pregunta Spence. “Sin embargo, supón que sales esta noche de cena, bebes de más, comienzas a decir cosas y alguien lo filma. Al día siguiente puedes descubrir que estás en Youtube. Ese vídeo, registrado con dispositivos que tiene cualquiera, son los que te dan problemas”.
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Para David Lawrence, el investigador de la Universidad de Newcastle que trabajó en el Instituto de Ciencia Ética e Innovación, lo que se debería regular no es la clase de dispositivo sino qué se hace con el material de los vídeos grabados. Un arrebato, por amargura, celos o venganza, y los momentos más íntimos vividos con una pareja podrían difundirse. Salir a la luz.
“Este tipo de tecnología podría presumiblemente facilitar la grabación de momentos privados, posiblemente sin el conocimiento de que uno está siendo filmado. Pero aparte de ser más sutil, no estoy seguro de cuán diferente es respecto a los medios que ya existen. Si alguien quiere hacer daño, ya posee las herramientas. Por eso, aunque se les pueda dar un mal uso, a nadie se le ocurre prohibir los móviles, y lo mismo ocurrirá con los ojos biónicos. Quizá deberíamos confiar en la decencia”, concluye.
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