Al crecer, desarrollamos rasgos físicos y de personalidad que pueden decir mucho de quiénes somos. Pero, ¿de dónde vienen estas características? ¿En verdad somos una mezcla de genética y conducta?
Descubrir la herencia genética de una persona no es complicado, basta con verla. La altura, el color de los ojos, el tono de piel e incluso los rasgos faciales, toda característica física tiene una larga historia genética tras de sí.
Por ello, es fácil identificar las peculiaridades en la apariencia. Si alguien es muy alto, probablemente sus padres o abuelos también lo sean. Estas características seguramente vendrán acompañadas de habilidades artísticas o deportivas.
No obstante, las características físicas dicen poco acerca de la personalidad o de los gustos de alguien más. Aquí entran en juego la genética y la conducta, ya que una puede variar mucho de la otra. Por ejemplo, la persona que es muy alta tal vez no practique ningún deporte, y se dedique a otra cosa completamente diferente.
Sin embargo, ciertos estudios demuestran que hay rasgos de personalidad que sí se heredan, y que independientemente de nuestros gustos personales, influirán en quiénes somos.
Descuida, no despertarás un día amando las mismas cosas que les gustan a tus padres, pero aunque no lo notes, su herencia genética también contiene rastros de su personalidad. De hecho, Miguel Pita, profesor e investigador de la Universidad Autónoma de Madrid, afirma que genética y conducta van de la mano.
Según el resultado de los estudios hechos por Pita, hay situaciones en los que la herencia genética toma el mando, y la personalidad propia de cada individuo no puede hacer nada para evitarlo.
Entre ellas, hay casos específicos, como los de las personas que son particularmente agresivas. Su comportamiento volátil puede deberse a que hay una variación en sus genes que los hace más susceptibles a expresar emociones negativas, como la furia o la ira. Claro, no existe un “gen de la agresividad” pero la respuesta física a las emociones fuertes sí está marcada por la herencia genética.
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Otro momento en los que la genética y la conducta toman caminos similares, es cuando hay que buscar pareja. Las mujeres tienden a ser muchísimo más selectivas que los hombres, ya que el instinto indica que deben buscar un compañero confiable durante el largo proceso del embarazo y la crianza.
Además, esta tendencia a ser selectivas va mucho más allá de formar una familia, debido a que las mujeres rara vez inician una relación con una persona que no esté en una posición similar a la de ellas, ya sea profesional o laboralmente.
Ciertamente, la genética y la conducta pueden trabajar juntas, aunque en la mayoría de los casos, los valores que nos enseñan durante la infancia y la cultura en la que crecemos influyen en quiénes somos.
Aunque hay algo invariable, que no puede ser alterado ni por la crianza ni por la cultura, y es ser genéticamente propenso a ciertas enfermedades. Esto puede ocurrir si varios miembros de una familia padecen diabetes, entonces cualquier persona que nazca con esa predisposición genética tiene mayores posibilidades de ser diagnosticado como diabético.
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Lo mismo ocurre con la esquizofrenia, la obesidad, los problemas de visión o la sordera congénita. Uno de los casos más destacados es el de la hemofilia, condición que causa que la sangre no coagule, y que solo se trasmite genéticamente de madres a hijos por medio del cromosoma X.
Hasta ahora, la predisposición genética a ciertas enfermedades y la apariencia física son los únicos campos en los que los genes superan ampliamente a la cultura, la personalidad o la crianza para definir a una persona.
En todas las otras áreas, la genética y la conducta se complementan la una a la otra para crear individuos únicos e irrepetibles.
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