Hace dos años, un estudiante de la universidad de Tsinghua, en Beijing, fue captado en vídeo mientras conducía su bici y trabajaba para un examen con su ordenador apoyado en el manillar. El vídeo se hizo viral en las redes sociales chinas y, pronto, otros estudiantes empezaron a postear vídeos y fotos con escenas similares junto el hashtag #Involution.
Décadas antes, en 1963, el antropólogo norteamericano Clifford Goertz popularizó el término involución en su libro Involución en la Agricultura. Su teoría afirmaba que un incremento en input (mano de obra) no genera necesariamente un aumento proporcional en output (cultivos e innovación). Es más, descubrió que, si no le pones topes al cultivo extractivo de la tierra, el terreno deja de evolucionar hasta que, finalmente, muere. A esto lo llamó «involución»: lo que los estudiantes chinos llaman hoy en día a la extracción de sus capacidades anímicas y cognitivas en aras del mercado.
El sistema educativo actual cultiva y explota las capacidades de nuestros estudiantes como si fuesen perros de raza, luchadores en una competición por un mercado laboral con muy pocas ofertas. Películas como Los Juegos del Hambre son tan populares entre los jóvenes, precisamente, porque nos recuerdan que sólo aquellos que consiguen adaptarse con tretas, además de mucha crueldad, ganarán en la batalla por la escasez. Lejos estamos del espíritu original de la Paideía, la educación en la Grecia clásica. En aquel entonces, se educaba a los jóvenes con el propósito último de convertirlos en buenos ciudadanos. La educación servía, entonces, para tender puentes y armonizar a la ciudadanía. No para enfrentarla.
Según la encuesta El Futuro es Ahora, impulsada por PlayGround en colaboración con la Universidad y Business School ESIC, la comunicación lingüística es la capacidad que los jóvenes de España destacan como la más importante para su futuro. La habilidad en comunicación lingüística es la capacidad de interactuar con otras personas a través del lenguaje. Esto implica hablar, pero también escuchar, escribir y comprender. Nada nuevo que no se dijera hace ya 2.500 años. En un panorama social intoxicado por la desinformación, los discursos de odio y la polarización política, lo que los jóvenes demandan ahora es una educación que cure las heridas de nuestro tiempo. Una educación que, al fin y al cabo, les permita ser buenos ciudadanos.
El 42% de los jóvenes de la encuesta afirma que la educación sirve para mejorar la sociedad. El 34% piensa, incluso, que es una herramienta para poder entender cómo funciona el mundo en el que vive. Destaca que tan solo el 11,5% ve la educación como un medio para obtener un trabajo en el futuro. Lo contrario a los objetivos del sistema.
Intellegere es la capacidad de discernimiento que nos permite escoger, entre todas las alternativas, la mejor. Ser, ante todo, críticos con nuestro entorno y, de esta manera, escoger el mejor de los mundos posibles.
La definición vox populi de Inteligencia es la de la capacidad de adaptación. Se dice que somos inteligentes cuando aprendemos a adaptarnos a los cambios de nuestro entorno. Inteligencia sería, entonces, igual a «flexibilidad». El mismo mantra se traslada a la educación: en un entorno donde hay pocas oportunidades laborales para los jóvenes (España es el país de la UE con mayor paro juvenil), la mayor lección es la “adaptabilidad”. Adaptabilidad frente a la competencia (esto es, competir a toda costa). Adaptabilidad frente a la disrupción industrial por las compañías tecnológicas. Adaptabilidad, claro está, ante un mercado que no dispone, y no dispondrá, de la autoconciencia necesaria para frenar sus impulsos extractivos, tanto medioambientales como cognitivos.
Pero deberíamos preguntarnos: ¿y si su verdadera definición no es la de la flexibilidad, sino su contraria? Más que aprender a adaptarnos a un entorno cruel y ultra competitivo, quizás, lo más inteligente sería aprender a transformarlo. La palabra “inteligencia”, nos dice el diccionario etimológico, proviene del latín intelligentia. Una palabra compuesta con el prefijo»inter-» (entre), y el verbo legere que significa escoger, separar, leer.
Intellegere, pues, es la capacidad de discernimiento que nos permite escoger, entre todas las alternativas, la mejor. Ser, ante todo, críticos con nuestro entorno y, de esta manera, escoger el mejor de los mundos posibles. Un mundo donde nuestros alumnos podrían convertirse en ciudadanos ejemplares. Un mundo donde el empleo, siendo escaso como es, se compartiera (algunos teóricos de la renta básica universal propugnan esta iniciativa). Un mundo que, en definitiva, educase a sus alumnos en la capacidad de imaginar nuevos empleos, más ecológicos y solidarios, y no a adaptarse a muchos empleos actuales que no sirven, prácticamente, para nada. Salvo para seguir con la extracción y la explotación indiscriminada, tan propias del antropoceno.
Paradójicamente, en el último año, el movimiento #Involution chino ha terminado por evolucionar en otro movimiento: «Los tumbados». «Los tumbados» son jóvenes chinos que se rebelan contra el trabajo excesivo y mal pagado. En una cultura del exceso de trabajo, rechazan un modelo de vida centrado exclusivamente en la producción y el consumo. Convencidos de la limitada perspectiva de mejora social y de que están viviendo una verdadera «involución», los empleados y estudiantes universitarios consideran inútil sacrificar su vida para tener un coche, una casa o incluso formar una familia. Entre todas las opciones, la juventud china ha elegido (intellegere) la que considera la más apropiada: parar. Parar para pensar, aunque sea tumbados en la cama. Sólo así podremos discernir cuál será el camino más inteligente para construir un futuro que sea, al fin, habitable.
Sigue en Spotify el podcast basado en la encuesta ‘El futuro es ahora’ que quiere dar voz a la juventud de este país.
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