En tiempos recientes, la discusión sobre los límites morales de la ciencia vuelve a estar en boca de todos. Y razones no faltan
En el terreno de la genética, en el 2015 un grupo de investigadores chinos lograron crear el primer embrión humano modificado genéticamente. Casi a la vez, el neurocirujano italiano Sergio Canavero hacía correr ríos de tinta con sus planes de injertar la cabeza de una persona viva en el cuerpo recién fallecido de otro individuo.
El fin último de esas experiencias es prolongar la vida, lograr la inmortalidad. Pero mucha gente, también dentro de la comunidad científica, se pregunta si ese tipo de experimentos, y muchos otros menos ambiciosos, son o no «correctos» desde el punto de vista moral.
Es decir, el fin del conocimiento científico, ¿justifica los medios, sean los que sean?
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La historia nos dice que en nombre de la ciencia se han cometido experimentos atroces que hoy, dentro del marco de la ley y de la sensibilidad contemporánea, serían inaceptables. Pero a la vez sabemos que, si dejásemos la brújula moral a un lado lado, la ciencia contemporánea podría avanzar en direcciones que ni imaginamos.
La sociedad en su conjunto debe decidir dónde coloca los límites. Sin olvidar que los científicos no son ni superhéroes ni mucho menos dioses, y que a veces también son capaces de lo peor, como en estos 7 casos:
Experimento de Milgram
¿Te consideras un individuo emancipado, un ser de juicio independiente capaz de distinguir lo que está bien de lo que está mal y obrar en consecuencia? Bueno, no estés tan seguro…
El experimento de Milgram, ideado por Stanley Milgram a principios de los 60, tenía por objeto medir la disposición de un participante a obedecer las órdenes de una autoridad, aún cuando estas pudieran entrar en conflicto con su conciencia.
El dispositivo era sencillo…
Tres personas se encuentran en una sala preparada para la la ocasión y se asignan los roles. El investigador le explica a uno de los participantes voluntarios que tiene que hacer de «maestro», y que su labor consiste en castigar con descargas al voluntario que asume el papel de alumno —en realidad, un cómplice del experimentador— cada vez que este falle una pregunta.
A cada fallo, el voltaje de la descarga iba aumentando en intensidad de acuerdo a 30 niveles, desde los 15 voltios iniciales a los 450 máximos.
Por lo general, cuando los «maestros» alcanzaban los 75 voltios mostraban su deseo de parar el experimento, pero el investigador les pedía que continuaran. «Continúe, por favor». «El experimento requiere que usted continúe». «Es absolutamente esencial que usted continúe». Y claro que continuaban, a pesar de los gritos —fingidos, pero totalmente creíbles— que llegaban desde el otro lado del cristal.
En el experimento original, el 65% de los participantes llegaron a aplicar la descarga máxima de 450 voltios. La mayoría aseguraron sentirse incómodos al hacerlo, pero lo hicieron. Ningún participante se negó a aplicar más descargas antes de alcanzar los 300 voltios.
Ya lo ves: la autoridad que confiere una bata blanca parece suficiente para que un hombre considere «correcto» y lastimar a otro ser humano simplemente porque se lo piden.
El pozo de la desesperación de Harlow
Harry Harlow, especialista en psicología comparada, pasó buena parte de su carrera estudiando la vinculación maternal, lo que él describía como la «naturaleza del amor». Sus experimentos, sin embargo, demostraban muy poco corazón.
Harlow realizó numerosos experimentos con macacos Rhesus que podrían estar en esta lista de los horrores, pero probablemente el peor de todos ellos fuera su «Pit of Despair«.
El pozo de la desesperación no era más que un tipo de jaula. Cámaras verticales diseñadas por el propio Harlow en las que el científico colocaba a macacos de edades comprendidas entre los tres meses y los tres años que habían sido previamente separados de sus madres.
El experimento consistía en dejar a los monos ahí, encerrados durante semanas, meses incluso, completamente aislados, hasta que caían en la más profunda depresión. Mientras, el científico observaba.
Cuando los monos acaban encogidos de pena y de miedo en un rincón de la jaula, sin apenas demostrar interés por nada, ni siquiera por la comida, Harlow los forzaba a aparearse.
Y es que el experimento llegaba hasta la observación de toda clase de abusos que recibían las pequeñas crías de macaco a manos de sus madres trastornadas.
Experimento Tuskegee
Imagina que un día vas al médico porque tu piel se ha llenado de chancros y rojeces. No tienes seguro médico, pero el asunto te parece lo suficientemente grave como para pedir ayuda profesional.
El médico te examina y te dice que no te preocupes. Todo es cosa de la «mala sangre», asegura, quitándole importancia al asunto. Y además, te va a prestar asistencia gratuita, tanta como necesites, siempre que la necesites, si dejas que cada cierto tiempo te haga unos análisis.
Tú te largas de allí tan contento sin sospechar que el médico, en realidad, te acaba de convertir en un objeto de sus experimentos, sin tu autorización.
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De eso va el Experimento Tuskegee, a menudo citado como «posiblemente la más infame investigación biomédica de la Historia de Estados Unidos».
En 1932, miembros del servicio público de salud de Estados Unidos pusieron en marcha un estudio clínico sobre la progresión natural de la sífilis a partir de una muestra de 600 hombres de color, en su mayoría analfabetos, del sur de Estados Unidos.
Los pacientes nunca fueron informados del diagnóstico y nunca recibieron ningún tratamiento contra su enfermedad. Todo lo que les administraron aquellos amables doctores fueron placebos. Así durante 40 años.
El estudio continuó hasta 1972, cuando una filtración a la prensa precipitó su fin. Para entonces, de los 399 participantes infectados, 28 habían muerto de la misma enfermedad y otros 100 de complicaciones médicas relacionadas con la misma. Además, 40 mujeres resultaron infectadas y 19 niños nacieron con el virus a consecuencia del experimento.
La controversia que generó el estudio de Tuskegee fue enorme. Incluso llegó a provocar cambios legales dirigidos a aumentar la protección de los pacientes en los estudios clínicos.
Monkey Drug Trials
El título del experimento resume bien su contenido: monos y estupefacientes. O sea, monos bajo los efectos de alucinógenos.
En 1969, un grupo de científicos norteamericanos (cuyas identidades aún permanecen en el anonimato) se propusieron estudiar los efectos de la adicción a diversas sustancias.
Para sus experimentos, usaron a decenas de ratas y monos que fueron adiestrados para que ellos mismos pudieran inyectarse toda clase de alucinógenos.
Los animales fueron dejados en sus jaulas con una larga cantidad de cada sustancia que ellos mismos se administraban según se lo pedía el cuerpo. En cuestión de pocos días, todos empezaban a perder el control.
El objetivo de la investigación era identificar los efectos de dichas sustancias en una época en la que media juventud vivía drogada. ¿No hubiera sido más sencillo salir a la calle a hablar con la gente?
Britches, el mono ‘ciego’ de la Universidad de Riverside
Britches es un dulce macaco rabón nacido en una colonia de cría de la Universidad de California, Riverside en marzo de 1985.
Su lugar de nacimiento determinaba su sino: el animal era carne de laboratorio. Así que cuando los investigadores del centro, con David H. Warren a la cabeza, necesitaron tener a su disposición monos ciegos para probar un prototipo de implante transcerebral (el Trisensor Aid) destinado a mejorar la vida de los niños invidentes, se fijaron en él.
El problema es que Britches no estaba ciego. ¿Solución? Unir sus párpados.
El pobre Britches formaba parte de un estudio de privación sensorial en el que también se vieron afectados otros 23 monos infantes.
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Su destino era perder la vida en el experimento, para que sus cerebros pudieran ser estudiados. Una acción del Frente de Liberación Animal logró la liberación de Britches junto a otros 1.115 animales el 20 de abril de 1985.
Su historia y sus fotos le dieron la vuelta al mundo en su momento.
Experimento de la cárcel de Stanford
En 1971, el psicólogo Philip Zimbardo tuvo la idea de simular una prisión en el sótano del departamento de psicología de la Universidad de Standford.
La idea era probar cómo la simple jerarquía y la influencia de un ambiente extremo pueden convertir a cualquier hombre razonable en un monstruo sin moral. Y el experimento funcionó.
Zimbardo y su equipo reclutaron voluntarios a través de anuncios en prensa. Los participantes eran predominantemente jóvenes, blancos y de clase media. Todos eran estudiantes universitarios.
El grupo fue dividido aleatoriamente en dos mitades, los «prisioneros» por un lado y los «guardias» por otro. Zimbardo ejercía el papel de «superintendente» mientras uno de sus investigadores asistentes hacía de «alcaide» de esa prisión ficticia.
Los guardias recibieron porras y uniformes de inspiración militar. Los prisioneros, por su parte, debían vestir únicamente batas y sandalias con suelas de goma que Zimbardo había escogido para contribuir a su incomodidad.
El día anterior al experimento, los guardias asistieron a una breve sesión de instrucción en la que no se les proporcionó ninguna directriz explícita más allá de la prohibición de ejercer la violencia física. «Podéis producir en los prisioneros que sientan aburrimiento, miedo hasta cierto punto, podéis crear una noción de arbitrariedad y de que su vida está totalmente controlada por nosotros, por el sistema, vosotros, yo», les comunico Zimbardo.
Lo que siguió fue un despliegue de humillaciones que dejó a muchos de los «prisioneros» con desórdenes emocionales agudos. Ataques con extintores, acoso psicológico constante, castigos físicos, negación del derecho a la comida y la ropa…
Como Abu Ghraib, pero dentro de la Universidad.
A medida que el experimento evolucionó, muchos de los guardias fueron acentuando sus tendencias violentas, lo que obligó a detener el experimento antes de los previsto.
Bastaron seis días para convertir a una persona aparentemente normal en un sádico borracho de poder dispuesto a casi todo para hacer respetar el orden. Las críticas al experimento no tardaron en llegar.
Unit 731
El escuadrón 731 fue un programa encubierto de investigación y desarrollo de armas químicas y biológicas del Ejército Imperial Japonés.
Sus actividades se extendieron durante la Segunda Guerra Chino-japonesa y la Segunda Guerra Mundial, y algunos de sus experimentos se sitúan sin problemas entre los más atroces realizados nunca por el ser humano.
Shiro Ishii, el general al mando de las operaciones de escuadrón 731, nunca fue condenado por sus actos. Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, las autoridades de ocupación aliadas le concedieron la inmunidad.
De nuevo, el fin del conocimiento científico, ¿justifica los medios, sean los que sean?
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