Es el bautizo de tu sobrina. No es tu ahijada, pero te hacen posar en todas las fotos. Y además te toca sonreír, claro, porque ¿quién no sonríe en una foto familiar? Te acomodas entre tus hermanos y sueltas esa mueca incómoda que tanto te caracteriza. Cheeeeeese!
A pesar de que esta situación nos resulte familiar, sonreír no siempre fue considerado de buen gusto. Si nos remontamos al París de 1787, el escenario era totalmente distinto. Y el escándalo que provocó el autorretrato de Marie-Louise-Élisabeth Vigée-LeBrun lo corrobora.
La pintura Madame Vigée-Le Brun et sa fille, de 1786, muestra a una madre con su hija en el regazo y una leve sonrisa que deja entrever sus dientes. Una imagen muy común hoy en día pero que, sin embargo, en ese momento horrorizó a las clases intelectuales parisinas.
«La obra exhibe una afectación que artistas, amantes del arte y personas de buen gusto se han unido para condenar”, resopló un comentarista anónimo sobre la sonrisa de Vigée Le Brun. «Esta afectación está particularmente fuera de lugar en una madre».
A principios del siglo XVIII, la halitosis era muy común, a las bocas les solían faltar dientes y los que les quedaban estaban rotos o con dolorosos y hediondos cráteres negros. Por eso desde Versalles se impuso la moda de mostrarse totalmente inexpresivos.
Incluso desde antes del Renacimiento existía una gran presión para que la gente educada mantuviera la boca cerrada y pareciera en completo control de sus emociones. Era la definición del refinamiento.
La sonrisa en ese momento estaba al mismo nivel que un pedo o un eructo de hoy. Se creía que reírse significaba burlarse de las desgracias ajenas. De modo que los únicos que abrían la boca para sonreír eran los plebeyos, los borrachos, las putas y los locos.
Pero existe otra razón, algo menos amarga, para que los aristócratas se negaran a mostrar sus dientes en la época: el azúcar.
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Cuando este producto llegó a París, los únicos capaces de permitírselo eran los miembros de la nobleza, que pronto empezaron a desarrollar un sinfín de caries. Destrozos que no les permitían sonreír en los retratos. Eso sí, cuando el precio del azúcar bajó, las caries y el mal aliento se popularizaron entre todas las clases sociales. No hubo nadie que se salvara.
Pero si sonreír estaba tan mal visto en la época, ¿por qué sonríe Marie-Louise-Élisabeth Vigée-LeBrun, de forma incluso más evidente, en su autorretrato de 1970?
A finales del siglo XVIII aparecen nuevos hábitos de higiene dental, como el cepillo de dientes, y el oficio de sacamuelas se convierte en una profesión. Es entonces cuando las clases altas empiezan a sonreír en los retratos. Aunque las clases populares ya lo hicieron mucho antes que ellos, en un gesto de rebelión a los ridículos, rígidos e imposibles protocolos de Versalles.
A este cambio tan radical hay que sumarle la aparición del prerromanticismo, que es la cultura de la sensibilidad, donde resultaba más importante el sentimiento que la razón. Esta corriente debió inspirar el famoso autorretrato de la pintora, que a pesar de ser poco ortodoxa para su tiempo, era respetada como miembro de la alta sociedad por ser amiga personal de María Antonieta, a quien retrató muchas veces.
Sin embargo, su cuadro despertó reacciones de absoluto desprecio y generó un escándalo entre el resto de artistas y “gente de buen gusto”, que estaban acostumbrados a que los retratos no reflejaran nunca el verdadero yo, y que, por contra, lo idealizaran.
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Sin duda, la exposición del autorretrato de Marie-Louise-Élisabeth Vigée-LeBrun inició la revolución de la sonrisa en París. Tras el suyo comenzaron a aparecer más retratos sonrientes, aunque pocos, ya que, como dictaba Versalles, la sonrisa aún debía tratarse con decoro. Había que sonreír de la manera adecuada, honestamente y sin forzar, de forma natural, con tal de demostrar buen gusto y discernimiento. Es entonces cuando los franceses, al ser capaces de expresar sus emociones físicamente, descubren que la sonrisa revela autenticidad e identidad individual.
Pero el avance definitivo hacia la sonrisa tal y como la conocemos hoy lo dio el cirujano parisino Nicolas Dubois de Chémant a finales del siglo XVIII. Fue él quien inició la moda de los dientes blancos. La idea nació durante una cita con una dama de la alta sociedad, pomposamente vestida, decorada con las joyas más espectaculares, pero con una dentadura postiza y un aliento terrible. Fue entonces cuando el médico pensó en usar dientes de porcelana blanca en lugar de prótesis hechas con dientes humanos o animales.
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