El pasado septiembre, un estudiante de la universidad de Tsinghua en Beijing fue captado en vídeo mientras conducía su bici y trabajaba —a la vez— en la preparación de un examen con su ordenador portátil apoyado en el manillar. El vídeo se hizo viral en las redes sociales chinas y pronto otros estudiantes empezaron a postear vídeos y fotos con escenas similares junto el hashtag #involution. Es decir, ‘involución’ como desarrollo retrógrado, lo contrario a ‘evolución’.
El antropólogo norteamericano Clifford Geertz popularizó en 1963 el término en su libro Involución agrícola. Su teoría de la involución consistía en que un incremento en input (mano de obra) no genera un aumento proporcional en output (cultivos e innovación), resultando en una disminución de la riqueza per cápita. Es más, si no le pones topes al cultivo extractivo de la tierra, el terreno deja de evolucionar hasta que, finalmente, muere.
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El sistema educativo actual se basa precisamente en eso: en la extracción sin límites de las capacidades de los alumnos. Cultivamos sus competencias como si ellos fuesen perros de raza en una competición por un mercado laboral con muy pocas ofertas. Películas como Los Juegos del Hambre son tan populares entre los jóvenes porque nos recuerdan que sólo aquellos que consiguen adaptarse al juego con todo tipo de artimañas ganan en la batalla por la escasez.
En PlayGround hace poco encuestamos a 13.000 jóvenes sobre qué clase de mundo querían tras la crisis del Covid-19. Les preguntamos por sus preocupaciones en materias como el cambio climático, el discurso del odio en redes sociales o la educación. La mayor parte de las personas encuestadas (93,33%) respondieron que el planteamiento general del sistema educativo responde poco, o nada, a las necesidades de su futuro. Después de esta pandemia la pregunta entonces ya no sería ‘¿Cómo volver al espacio físico de la escuela?’, sino ‘¿Por qué volver a la escuela?’. Greta Thunberg justamente se preguntaba eso cuando dijo: “¿De qué sirve aprender si no vamos a tener futuro?”.
La definición clásica de Inteligencia es la de la capacidad de adaptación. Se dice que somos inteligentes cuando aprendemos a adaptarnos a los cambios de nuestro entorno. Inteligencia, entonces, sería igual a “flexibilidad”. Y yo me pregunto: ¿y si su verdadera definición no es la de la flexibilidad sino su contraria? Más que aprender a adaptarnos a un entorno cruel y ultra competitivo, quizás lo más inteligente sería aprender a transformarlo. O lo que es lo mismo: imaginar un futuro distinto al que nos han negado.
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De todo esto quise hablar con Marina Garcés, una de mis filósofas de cabecera. Marina es escritora, dirige el Máster de Filosofía para los retos contemporáneos en la Universitat Oberta de Catalunya, es impulsora del proyecto colectivo Espai Blanc de pensamiento crítico y experimental, y acaba de publicar el más que necesario libro, Escuela de Aprendices.
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