Andy Warhol tuvo una visión antes de morir: su doble robótico, uno con el característico pelo plateado del artista, giraría por las salas de teatro de Estados Unidos sustituyéndolo. Cansado de los avatares físicos de la fama (viajes, ruedas de prensa, inauguraciones…), Warhol decidió que un robot le interpretaría en la obra teatral sobre su vida. La imagen era nítida: él —o sea, su doble animatrónico— sentado en una cama en el escenario mientras narraba su autobiografía a través de un teléfono. Así de sencillo. Pero todo se complicó. El poco desarrollo de las tecnologías del momento, los altos costos de la producción y la súbita muerte del icono pop (murió antes de grabar la voz que iba a recitar su doppelganger en escena) hicieron que AVG, la compañía que diseñaba personajes simulados para películas y parques de atracciones, abortara el proyecto. De esa fugaz empresa tan sólo quedaron un par de fotografías de los primeros modelos del torpe autómata, además de una frase que pasaría a los anales de la cultura: “Las máquinas tienen menos problemas. A mí me gustaría ser una. ¿A ti no?”.
Según la encuesta El Futuro es Ahora impulsada por PlayGround en colaboración con la la Universidad y Business School ESIC, el 51% de los jóvenes en España prefieren la realidad (casi virtual) de las redes sociales que la realidad Real. La URL contra la IRL (In Real Life). La pastilla azul contra la pastilla roja de Mátrix. Ésa que hizo despertar a Neo a la cruda realidad de un mundo en extinción en el futuro. Muchos jóvenes, al contrario que el protagonista de la película, eligen hoy en día el sueño de la irrealidad (la de los filtros de Instagram, por ejemplo) a verse cara a cara en la plaza de su barrio. No es casualidad que una de las expresiones más utilizadas en TikTok sea “¡menuda simulación!”. Pero no es por vanidad. La escasez y la precarización del empleo; la misoginia, el racismo y la lgtbifobia en las calles; las diferentes olas víricas y unas temperaturas medioambientales cada vez más altas han empezado a propiciar, por parte de la juventud, una suerte de boicot al mundo físico. “Si el mundo no es un lugar de oportunidades, ése que nos prometieron nuestros padres y abuelos, migraremos a otros mundos”, pudieran decir. ¿Pero qué mundos? ¿Y diseñados por quién?
El día que Mark Zuckerberg presentó su visión del metaverso parecía muy feliz. Extrañamente relajado y bronceado, con ese ligero tono tostado propio del que tiene el lujo de hacer kayaking en un lago frente a su casa, Mark se paseaba por mundos simulados junto a robots y extraterrestres en el vídeo promocional de Meta. Esa mañana vaticinó el siguiente estadio evolutivo de las redes sociales: la realidad virtual. Viendo aquel risueño vídeo, nadie hubiera sospechado que una ex-empleada de Meta había filtrado a la prensa, apenas unas semanas antes, una de las revelaciones más incendiarias y dañinas para la reputación de la compañía. No se divulgó nada que no se intuyese, pero se empezaban a confirmar nuestras peores suposiciones. Según los mails filtrados, se constataba que los altos directivos de Meta decidieron primar el crecimiento del negocio a la seguridad de sus usuarios ante los efectos negativos de la desinformación o los discursos del odio. Una realidad que, como no era de extrañar, ahora estaba intentando ser tapada por los cascos de realidad virtual que el CEO había puesto a la venta por 348 euros. Un usuario de Facebook, en la sección de comentarios de ese mismo vídeo promocional, dijo: “Si el gobierno no ha conseguido regular las fake news y el odio en los 140 míseros caracteres de Twitter, imaginaos lo que NO podrá hacer con el Metaverso. EL METAVERSO NOS VA A DEVORAR”.
Las pesadillas antes de convertirse en pesadillas fueron sueños, sueños dulces y llenos de esperanza. La creación de internet fue uno de ellos. El sueño de internet prometió democratizar la economía, la política y las relaciones sociales como nunca antes en la historia de la humanidad. Durante su infancia, todos (para qué lo vamos a negar) fantaseamos con crear o trabajar en una compañía de Silicon Valley. Era un imaginario altamente inspirador. Sólo hacía falta un algoritmo y mucha ambición para que cualquiera pudiera cambiar la vida de billones de personas en todo el mundo. Los antiguos mesopotámicos cuando nos hablaron de la hibris, de la desmesura del rey Gilgamesh jamás imaginaron un poder semejante en manos de pocas personas. Mas uno no tenía que ser muy inteligente para no darse cuenta de que aquel delirio mesiánico, el del mundo startupero, pronto iba a transformarse en una distopía, especialmente para los más jóvenes. Según algunos estudios, el año en el que se implementó masivamente el smartphone en sociedad ascendió la curva de suicidios de la juventud. Una línea que no dejó de ascender, y ascender, desde el año 2007 hasta nuestros días. ¿Uno de los posibles causantes? La adicción a las redes sociales, y la ansiedad y la depresión derivadas de ella.
Que los jóvenes de España prefieran la “realidad” de las redes sociales a la Realidad con mayúsculas, nos enfrenta a una conclusión demoledora: la violencia psíquica generada por los modelos de negocio de las tecnológicas de Silicon Valley es preferible a la violencia del mundo exterior (cambio climático, guerras, enfermedad…). Pero aun así aspiran a un nuevo paradigma tecnológico. En la lista de propuestas para el futuro del país que PlayGround presentó en el congreso de los diputados, junto a los datos de la encuesta a la juventud, había una que sorprendía por atacar de raíz el problema: “Queremos que la tecnología esté al servicio de la humanidad, y no la humanidad al servicio de la tecnología”. Sencillo, pero de una lucidez irrefutable. Si ya era demasiado tarde para debatir si se deberían prohibir o no las redes sociales, no lo era para discutir si se deberían prohibir o no los discursos de odio dentro de ellas (según la encuesta, el 71% los erradicaría). Si hemos de vivir en el corazón de la máquina, querían decirnos, hagámoslo al menos bajo nuestras reglas y nuestras políticas. Un humanismo tecnológico.
Andy Warhol no pudo lograr el sueño de que un robot le interpretara en la obra de teatro sobre su vida, pero sí consiguió algo milagroso. Décadas después de su muerte, Netflix estrenó, recientemente, la serie documental Los Diarios de Andy Warhol en la que el artista narra en primera persona episodios íntimos de su vida. ¿Cómo es posible si murió antes de poder grabar su voz? Magia: con inteligencia artificial. Los técnicos de la serie recogieron cientos de horas de sus grabaciones y modelaron una voz casi idéntica a la de Andy. El resultado es emocionante. Uno no puede dejar de sentir escalofríos y empatizar con su pena cuando escucha por primera vez: “He pasado el sábado llorando en la cama. Echo mucho de menos a Jon” o cuando dice, con aquella voz suave y enternecedora, “Creo que ya no le gusto tanto como antes a mi amigo Sean. Parece disfrutar más con ese universitario que dibujando conmigo». (Warhol estuvo presente cuando un joven Steve Jobs instaló la primera versión del ordenador Mac en el dormitorio de Sean, el hijo de John Lennon, el día de su noveno cumpleaños)». Al contrario de la imagen deshumanizada, cínica y adicta a la fama que ha hecho mella en nuestra percepción del artista, paradójicamente, esta voz robotizada y simulada consigue revelarnos ahora su verdadera esencia. Detrás del robot había un alma pura que sólo quería amar y ser amado de vuelta. Un verdadero desafío para un hombre homosexual en los Estados Unidos del siglo XX. Precisamente, lo que está demandando ahora la juventud de este país: una máscara robótica que nos proteja del mundo exterior y de sus violencias, pero que nos humanice como sólo el mejor arte puede hacer.
Esta columna forma parte del proyecto Generación Futuro, un podcast original de Spotify que quiere elevar la voz de la juventud española y convertirse en un puente intergeneracional entre ellos, los jóvenes, y las instituciones públicas.