De los ‘maravillosos 60’s’ nos vendieron el amor libre, los hippies y la llegada a la luna, pero lo que nadie nos contó es que durante aquella década aconteció una revolución silenciosa, invisible y mucho más determinante para nuestros días, y de la que hoy casi nadie se acuerda: el nacimiento de la cría intensiva de la industria cárnica.
Por aquel entonces se hizo imperativo que el negocio de matar animales diese muchos más beneficios que los que ya daba la granja ganadera tradicional. Para ello, inventaron un sistema productivo orientado a la maximización que transformaría la granja en una auténtica fábrica. Si puedes criar y matar diez veces más vacas, cerdos o pollos gracias a las nuevas tecnologías, ¿por qué no hacerlo?, se preguntaron. Con ese propósito inventaron todo tipo de artilugios para economizar y automatizar los procesos lentos y farragosos que generasen cualquier tipo de fricción en sus cuentas de resultados. Uno de aquellos inventos fue unas lentillas.
En el año 66 los dueños de las granjas-fábrica estaban preocupados porque su producto, los pollos y las gallinas, empezaron a matarse entre ellos debido al estrés que les generaba las condiciones del entorno. Para frenar ese canibalismo crearon unas lentillas que cegaban los ojos y suprimían la conciencia del animal. Si no veían tampoco podrían sentir, ¿no?, se volvieron a preguntar. Pero había un pero: aquel invento no funcionaba. Poner lentillas a miles de pollos era demasiado caro. En su lugar, inventaron una máquina, un invento que sigue siendo un estandarte en la industria, que quemaba el morro del animal y de esta manera conseguía que se dejasen de matar. Problema solucionado. El sufrimiento, claro está, sigue ahí desde entonces.
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No conseguimos poner las lentillas a pollos y gallinas, pero finalmente ocurrió algo que era de esperar: esas lentillas nos las pusimos a nosotros mismos. Desde el nacimiento de las fábricas intensivas de carne hemos preferido mirar hacia otro lado para así insensibilizarnos con respecto a las prácticas que se cometen a diario en sus mataderos. Y es que matamos mucho. Y ese matar, contamina mucho también. Las cifras son demoledoras: matamos anualmente más de 70 mil millones de animales terrestres y el 18% de los gases de efecto invernadero provienen de la agricultura animal, más peligrosa si cabe que la contaminación derivada por el transporte mundial, que supone un 13%.
Si a eso le añades la producción de subproductos animales para la industria textil o cosmética, el porcentaje de emisiones de gases de efecto invernadero sube al 51%. Y toda esta muerte, al final del día, para sobrealimentarnos con un tipo de proteína que, en exceso, inflama el organismo y aumenta nuestro riesgo de sufrir enfermedades cardiovasculares.
Las preguntas que todos deberíamos hacernos, pues, son las siguientes:
Siendo conscientes de estos datos, ¿por qué no dejamos de consumir productos derivados del animal?
¿Siendo la industria de la carne responsable de forma directa e indirecta de más de la mitad de la responsabilidad de la crisis climática, por qué públicamente hemos puesto el foco, casi exclusivamente, en la industria de los combustibles fósiles, ese archivillano del cambio climático?
¿Qué podemos aprender de los oscuros motivos que nos llevaron a ponernos aquellas lentillas que, décadas después, nos siguen cegando ante el inmenso sufrimiento que causamos a nuestros hermanos, los animales?
Y es que el humano, hay que hacer memoria, es el único animal que todavía no sabe que es un animal.
Para responder a todas estas preguntas quise hablar con Marta Segarra, directora de investigación del Centro Nacional Francés de la Investigación Científica. El trabajo investigativo de Marta se sitúa principalmente en los ámbitos de los estudios de género y de la sexualidad, de la biopolítica y el posthumanismo, y también de los estudios animales. Quise hablar con ella porque necesitaba saber los porqués de esta adicción a la que llamamos carne.
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Isaac Marcet- Director/Editor PlayGround