“La musicoterapia no sana, pero pretende dar vida al final de la vida”, señala el doctor Josep Planas, jefe de la unidad de enfermos terminales del Hospital Centre Fòrum de Barcelona
En los pasillos de la unidad de enfermos terminales no hay color. Las vidas se apagan, se agotan dentro de estancias anónimas, intercambiables. Llega el final, los últimos días de medicinas, botellas de oxígeno, sueros y morfina, aunque ese final no tiene por qué ser tan amargo.
Recostada en su cama de la tercera planta del Hospital Centre Fòrum de Barcelona, a una señora mayor de cuerpo flaquito, todo piel arrugada y huesos finos, un joven le agarra la mano. Le han pedido que tome aire profundamente. Ella lo hace y los acordes de una guitarra empiezan a sonar.
La mujer que tengo delante se llama Encarna Gómez, tiene 83 años y escucha Madrecita para olvidar su angustia. Para olvidar que está postrada en la cama de una habitación que no es la de su casa. Para olvidar la leucemia que lleva veinte años intoxicando su sangre.
Encarna oye las notas de la copla y los recuerdos la arrastran a la época en la que no tenía nada que comer pero se divertía pescando cangrejos. Aquel tiempo en el que era una joven vivaracha a la que le gustaba Lola Flores y bailar. Y consigue olvidarse, también, de que su hermano pequeño, con Alzhéimer, la ha venido a visitar con tres camisas de invierno en una mañana primaveral.
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Encarna sabe que el dolor volverá, pero ahora no piensa en él. Inundada por una melodía que se canturreaba hace 60 años, la anciana demasiado delgada se serena y deja que sus brazos bailen por el aire. Vive aun en ese duelo contrarreloj al que se enfrentan todos los pacientes crónicos que descansan en esa planta del hospital de la calle Llull.
Repartidos a los lados de la cama de Encarna se encuentran dos musicoterapeutas. Los mismos con los que tuvo un mal comienzo. La primera vez, nada más cruzaron el umbral de su puerta, les espetó: “¿Creéis que cantando me vais a quitar esto?”. Luego se arrepintió de sus palabras y en la segunda sesión dejó que tocaran. Ahora va por su quinta y Madrecita es una constante, un número fijo.
“¿Creéis que cantando me vais a quitar esto?”
La música hace que se anime a contar que de pequeña, siendo ella muy traviesa, se fue a confesar, el cura le pidió el nombre de su madre y ella le dijo el de otra señora al muy entrometido. Se evade, y esa es una de las razones por las que las habitaciones blancas y con sueros se han convertido en pequeños auditorios en los que no se aspira a nada más —ni nada menos— que al alivio de quien se sabe terminal.
“La musicoterapia no sana, pero pretende dar vida al final de la vida”, señala el doctor Josep Planas, jefe de la unidad. “Puede interrumpir momentos de angustia y desesperación y crear un pequeño paréntesis. La música da placer y eso lo podemos ver todos, porque si no la gente no iría a la ópera, ni a conciertos ni a las discotecas”.
“La musicoterapia no sana, pero pretende dar vida al final de la vida”
Hasta la fecha, los estudios realizados sobre estas técnicas de cuidados paliativos sugerían que la musicoterapia reducía la ansiedad, el estrés, la depresión y ligeramente el dolor. Sin embargo, los datos eran subjetivos en el sentido de que se basaban en las respuestas que proporcionaban los pacientes.
Para conceder solidez científica a esta práctica, en la unidad están utilizando electroencefalogramas para observar la actividad eléctrica en el cerebro. Concretamente, se quiere ver si esa actividad cerebral del enfermo se traslada desde las áreas asociadas al malestar hacia las vinculadas con el bienestar gracias a la música. Los resultados, a la espera de ser analizados por el doctor Rafael Ramírez, profesor en Inteligencia Artificial especializado en el desarrollo de herramientas para el diagnóstico médico, los presentarán en la próxima Conferencia de Música y Medicina que se celebra este año en Japón y el próximo año en Barcelona.
Help!
A cinco habitaciones de distancia de Encarna, Loli observa a su hermano José Luís Tarroc, un hombre de 70 años escueto en palabras y con un carácter fuerte que se esfuerza en aparentar que nada le afecta. Tras quince agotadores años y cuatro operaciones, el dolor del cáncer de pulmón se expande y a José lo han ingresado en la tercera planta del Hospital Centre Fòrum. El paciente anotó que una de sus canciones favoritas es Help! y Loli está viendo cómo le cantan sus súplicas a su hermano.
La voz cálida que lo hace es la de Luisa Fernanda, una terapeuta que se enamoró de la música porque en su casa no se toleraba un minuto de silencio. Desde que se despertaba hasta que se metía en la cama, las cumbias y los boleros resonaban en su hogar. Después de años de profesión, sabe que ningún repertorio es causal.
“Lo que les brindamos es una canal de expresión. Las sesiones de musicoterapia son unas aliadas para permitirse llorar, sentir, pensar”, manifiesta la terapeuta. “Todos escogen una canción o varias por algo. La mayoría de ocasiones para expresar aquello que no pueden verbalizar”.
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Existe una técnica que se llama ‘songwritting’ en la que los pacientes rehacen la letra de una canción popular para ajustarla a su situación. Fernanda recuerda con especial cariño una versión que hizo una señora de Lucía, la de Serrat, para dejarle un testimonio a sus dos hijas. La fue a cantar al funeral, para arropar a aquellas hijas en su momento de duelo.
Pero ahora su voz emana para José Luís, que poco a poco va destensando el ceño arrugado. Hay algo tierno en él, escondido detrás de su barba, de sus prontos y los enfados, que la música logra sacar. “El dolor no se va, te alivia pero no se va. No hay manera”, dice después. “Pero rompes la dura rutina del hospital y esto es valioso porque no es frecuente”.
“La musicoterapia se ha demostrado efectiva a la hora de reducir la ansiedad, el estrés, la depresión y ligeramente el dolor”
Como Encarna, José también despachó con malas pulgas a los musicoterapeutas la primera vez que lo visitaron. En la siguiente visita, Luisa —que conoce bien la desgana, la angustia y el miedo que emerge en los pacientes tras cinco años en esta especialidad—, simplemente le preguntó si le gustaba la música. Y a él, joder, claro que le gusta la música. Era un habitual en la Bodega del Cuca desde sus veintipocos, el bar de su barrio (ya cerrado) en el que el propietario era un baterista que traía a innumerables grupos que nacieron en la ciudad. Los Salvajes, Los Sirex, Los Mustang… En ese local se acogía a la gloria de los años 60 que luego triunfó.
“La reticencia viene porque es una terapia poco conocida, pero la música con la que tenemos un vínculo logra penetrar y cambiar nuestro estado anímico”, resume Núria Escudé, directora del Instituto Catalán de Musicoterapia, impulsor de este proyecto en el Centre Fòrum. “Hay pacientes que incluso se vuelven adictos, en el buen sentido, porque la música puede ser adictiva, y nos esperan. Esperan a tener otra sesión que les vuelva a producir placer. A escuchar otra vez esa canción capaz de parar, por un momento, todo lo demás”.
“Hay pacientes que incluso se vuelven adictos, en el buen sentido, porque la música puede ser adictiva, y nos esperan”
Existen infinitas clases de pacientes que se enfrentan a sus días de hospital con actitudes distintas. Los hay que se aferran a la vida y se niegan a aceptar su situación. Como una de las primeras enfermas que visitó Luisa y que se sublevaba exigiendo comida sólida cuando su cáncer ya le impedía comer; ella siempre pedía que le cantaran No me doy por vencido. Están los desencantados, pero porque no se mueren. Como Encarna, que responde siempre a ¿cómo estás? con la frase de “con ganas de ir al cielo”. Y los inconscientes, que desconocen la realidad porque la verdad les rompería por adelantado, como Tarroc.
Pero para todos, las sesiones de musicoterapia suponen un pequeño respiro. Un espacio de sosiego. “Cuando se apaga la música, la vida ya vuelve”, sentencia la anciana flaquita.
Vuelve la habitación que uno no reconoce. Vuelven las sábanas duras de hospital. La angustia a deshoras. La tristeza cierta. La espera —a menudo cruel e impaciente, pero también a veces serena y sanadora— del inevitable silencio final.
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