Marius Mason fue castigado con la sentencia más dura jamás impuesta a un activista ambiental en Estados Unidos. ¿Qué hizo para acabar así?
Marius Mason se enteró desde la cárcel que este junio la Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos (EPA) aprobó silenciosamente una nueva mutación genética de Monsanto para matar gusanos. Mientras él está entre rejas, el gigante al que una vez quiso herir lanzándole una piedra, vive uno de sus momentos más dulces. Ni siquiera la advertencia de la OMS de que su herbicida glifosato es probablemente cancerígeno le ha quitado su facturación anual de 3.000 millones de dólares.
Era 1999 cuando Marius Mason, por aquel entonces Marie Mason, provocó un incendio en la Universidad Estatal de Michigan para destruir documentos sobre investigaciones con organismos modificados genéticamente para Monsanto. Pero no imaginaba que por ello sería castigado con la sentencia más dura jamás impuesta a un activista ambiental en Estados Unidos.
10 años después, en el juicio, Mason se declaró culpable del incendio provocado, que causó daños materiales valorados en 1 millón de dólares, y de otros 12 cargos por destrozos a la propiedad perpetrados previamente. Después de más de 40 años en las filas del activismo, escuchó las palabras que convertirían su libertad en un recuerdo: condena de 22 años de cárcel.
“Nos sorprendió a todos. Nadie resultó herido. Incluso miembros del grupo ambientalista radical Earth Liberation Front (ELF), acusados de un eco-sabotaje (daño a la propiedad) más devastador, fueron castigados con penas más cortas. Creo que el juez trataba de dar ejemplo a alguien”, recuerda a PlayGround una amiga de Mason, Karen Pickett. También ha sido ella quien nos ha hablado de su caso.
I. El activista transformado en terrorista
Mason es una de las víctimas de una persecución a activistas ambientales y animalistas, llamada Green Scare, que surgió en EEUU tras el 11-S. “El FBI no necesitó más que actos de eco-sabotaje, que incluían pintadas con tiza en las aceras, para señalar a muchos con el término que les marcaría de por vida: eco-terroristas”, escribió en el libro Green is the New Red el periodista y activista, Will Potter.
Con el estigma sellado sobre su nombre, dejaron a algunos fuera de juego al imponerles condenas superiores o iguales a las que suponen atracar un banco: entre 10 y 25 años. “Esto planteó preguntas sobre la definición de terrorismo porque en ninguno de los crímenes por los cuales les imputaron habían herido a personas o animales”, agrega Pickett.
El Gobierno de EEUU no fue su único enemigo. Según explica Pickett, compañías que les demandaron por manifestarse o que forzaron la creación de legislaciones que limitaran aún más la legalidad de sus iniciativas, demostraron que aquella represión era un producto del capitalismo. Una estrategia de intimidación que quería acallar a los que podían perjudicar sus intereses económicos.
Las autoridades no necesitaron más que actos de eco-sabotaje, que incluían pintadas con tiza en las aceras, para señalarles de eco-terroristas
De hecho, fue la industria ganadera la que impulsó la llamada ley Ag-Gag, que prohibió filmar o fotografiar en el interior de las granjas. O, lo que es lo mismo, revelar las deplorables condiciones en las que sobreviven los animales destinados a nuestro consumo.
Hoy la persecución es menos severa, pero las demandas contra activitas por eco-terrorismo no han cesado. Y esto no otorga ni un ápice de consuelo al hijo de Mason, Andrei Stephens. “El sistema penitenciario estadounidense está diseñado para atraer a gente, no para dejarla salir. No puedo imaginar que haya ningún interés político en liberar a cualquiera encarcelado bajo estas circunstancias”, admite a PlayGround.
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II. Una vida entregada al activismo
Siendo anarquista, Mason nunca ha creído que ningún sistema pueda traer el bienestar al mundo. Pero sí que existen personas capaces de hacer de él un lugar menos infame.
Esta ha sido la constante de una incansable carrera cuyos orígenes se remontan a movimientos estudiantiles de los ochenta contra la intervención estadounidense en las guerras de El Salvador y de Nicaragua, recuerda Picket. Mason continuó con acciones de desobediencia civil de la mano de grupos antinucleares para después condenar la venta de pieles de animales en 1996 al encadenarse a una tienda. Una reivindicación similar a la que protagonizó en el 2000 denunciando las construcciones en tierras públicas. Aquella causa terminó con el activista en un calabozo, pero es innegable que los 107 días que permaneció junto al árbol llamado Bluebird no se borraron fácilmente de la memoria colectiva.
“No distingo entre cuando estaba luchando por una causa y cuando no porque siempre había algo. No recuerdo una época en la que no estuviera involucrado en un asunto político”, añade Stephens.
A pesar de ser un pacifista, Mason acabó optando por disparar el desesperado cartucho del eco-sabotaje. ¿La razón? Picket opina que quizá se frustró al observar que utilizando las vías legales las injusticias no cesaban. Que esas acciones no bastaban para frenar el deterioro de la Tierra.
“El sistema penitenciario estadounidense está diseñado para atraer a gente, no para dejarla salir”
III. Atrapado en una celda
El comienzo de su condena no fue fácil al ser trasladado a la Unidad de Alta Seguridad de la Prisión Federal Carswell, en Texas. Su historial limpio de violencia no sirvió para evitar que viviera entre mujeres con antecedentes por fugas y que sufriera repetidos ataques violentos. Algo que para otra amiga de Marius, Julie Herrada, no fue más que un modo de castigar, otra vez, a un “preso político”. “Allí podían controlarle mucho más y mantenerlo aislado. En otras palabras, podían silenciarle”, asegura a PlayGround.
Tras pasar toda una vida siendo Marie, en 2014 y entre rejas, reveló a sus amigos y familiares que siempre se había sentido hombre. Mason se convirtió en uno de los primeros reclusos en querer hacer la transición en un centro penitenciario de EEUU, y no fue hasta pasados dos años cuando empezó la terapia de sustitución hormonal, detalla Herrada. Ahora espera terminar el tratamiento para que, al menos, le trasladen a una cárcel acorde con el género con el que se identifica.
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Ni la mirada vigilante de los funcionarios de prisión, ni el ostracismo de los barrotes han bastado para acabar con su tenacidad. Desde la cárcel, Mason no ha abandonado su lucha y ahora la plasma en los cuadros que pinta en la cárcel. Sus protagonistas suelen ser personas transgénero golpeadas por la violencia, de explotación animal en la industria del circo o de las protestas en Standing Rock, y la obras han llegado incluso a ser expuestas en Nueva York, California y Illinolis.
Por mucho que su paso por prisión esté atestado de penurias, Mason demostró en un artículo publicado en la revista anarquista Fifth State que no se le han agotado las razones para creer que, algún día, la ventura volverá a buscarle.
“Voy a llevar la cárcel conmigo el resto de mi vida. Pero me anima que tal vez, al igual que Alexander Berkman, continúe encontrando la fuerza, el rumbo y el propósito de mi causa tanto aquí como en cualquier futura vida en libertad que pueda tener. Esto me llena de coraje y paz”, escribió Mason.
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